RAFAEL FEITO ALONSO es catedrático de Sociología en la Facultad de Educación de la Universidad Complutense, en Madrid. Si su tesis sobre la participación de los padres en el control y gestión de los centros escolares suponía en 1991 situarse en una perspectiva aparentemente secundaria del sistema educativo, lo mucho que ha escrito indica todo lo contrario: preocupación por analizar y aportar mirada fresca, cotidiana casi, a los problemas y asuntos que, si cabe, no han cesado de aumentar desde entonces.
¿A qué viene el título de su último libro?
Está tomado de una canción muy conocida de Los Burning, un grupo de rock de La Elipa ya desaparecido. Tiene que ver con que la sociedad, en general, evoluciona muy rápidamente, mientras la escuela, en muchísimos aspectos, parece anclada en el pasado. Ese es el núcleo del libro. El título tiene una gran virtud y es que, aunque pueda parecer que es poner el carro delante de los bueyes, me ha obligado a estructurar lo que digo en función suya, concentrarme mucho en las cosas que manifiestamente deberían cambiar.
¿Qué debe cambiar?
Creo que las dos cosas fundamentales que deberían cambiar tienen que ver con el núcleo de la escuela; es decir, qué enseña y cómo enseña. De eso van los dos primeros capítulos. A partir de ahí, se desarrolla lo demás: el profesorado, los deberes, los tiempos escolares, las pruebas externas… Pero el núcleo del libro es eso: los contenidos –que están claramente desfasados– y la manera de enseñar que, por lo que sabemos, tampoco está muy avanzada.
¿Qué ha sucedido para que haya un desfase tan amplio?
Estamos asistiendo a algo que conocemos como la Cuarta Revolución Industrial, la sociedad del conocimiento –o como se quiera llamar–, y lo que ha ocurrido es que ha habido una eclosión de la innovación en todos los campos de la producción. Pero no solo hay que centrarse en que el sistema productivo está cambiando, sino también en la creación de la ciudadanía. Ser ciudadano siempre ha sido complejo, como ya contaban los antiguos griegos: para participar hace falta tener tiempo –y se excluía a muchísima gente–, pero hoy en día estamos en las mismas. Somos requeridos sobre cuestiones cada vez más complejas y, cuando votamos a un partido, en ese paquete estamos votando sobre muchas cosas: que si el uso de las células madre, el uso de la tecnología 5G, el cambio climático… En ese panorama, los dos aspectos son igualmente importantes: crear una ciudadanía comprometida, participativa, porque está claro que una democracia necesita demócratas, y estos no nacen, hay que crearlos a partir del funcionamiento de la sociedad y, muy particularmente, de la escuela. Por eso le dedico un capítulo pleno de optimismo a la escuela democrática, una que funcione de otro modo. Y, por otra parte, creo que tenemos la suerte de que los cambios en el ámbito de la producción requieran una fuerza laboral con trabajadores distintos.
Sean profesionales o manuales, más flexibles y dispuestos a adaptarse a los nuevos tiempos: más capaces de trabajar en equipo y de pensar por sí mismos… Con lo cual, la propia dinámica del sistema productivo induce a que la escuela sea más democrática, más transparente, más abierta y basada en el diálogo, con un planteamiento escolar cada vez más innovador para trabajar por proyectos, romper la estructura rígida de las asignaturas… Es decir, que todo confluye para que la escuela cambie radicalmente hacia un sentido democrático. Es verdad que las empresas pueden estar preocupadas por el beneficio, la explotación o lo que sea, pero el tipo de trabajador que demandan ya no es uno sumiso, que obedezca normas como ocurría a comienzo de la Revolución Industrial. Y hoy, por desgracia, nuestra escuela funciona con esa lógica de la obediencia, del alumnado disciplinado que se somete a la voluntad de la institución y del profesorado. En ese sentido, critico mucho al Bachillerato; me parece que tal como lo tenemos –lo digo en un epígrafe del libro–, es nefando.
“No tener como mínimo el Bachillerato superior o una Formación Profesional de Grado Medio sitúa muy mal en el mercado de trabajo”
¿Nefando o nefasto?
Las dos cosas; no sé si más nefando o más nefasto. Pero es un Bachillerato que habría que eliminarlo tal como que está planteado; básicamente es una academia de preparación para la selectividad. No sé cómo es posible que esto no lo hayamos cambiado. Hemos tenido más años de gobierno de izquierda que de derecha… Entiendo que la derecha no quiera cambiarlo porque, por ejemplo, el hijo de Wert –si no estoy equivocado– ganó hace mucho las oposiciones de abogado del Estado; si tú quieres que tu hijo gane unas oposiciones así, lo que quieres es una educación memorística, como la de los mandarines. Pero, ¿cuántos abogados del Estado necesitamos?
Por otra parte, ¿hasta qué punto la formación de un abogado del Estado le capacita realmente para ejercer como tal, una persona que se ha recluido en su casa cuatro o cinco años, y no digamos si suspende, después de estarse preparando tanto tiempo la oposición?
Igual que para jueces, registradores, notarios…
Creo que nos harían falta jueces que tengan más contacto con el mundo, que vayan más al teatro, que vayan al cine, que hagan vida social; no que se recluyan, en los años clave de la formación de una persona joven, en un cuarto oscuro metiéndose cuatrocientos temas en la cabeza, teniendo que pagar un preparador, etc. Es lo que Bourdieu llamaba “la nobleza del Estado”. Lo siento por los que nos puedan escuchar –jueces y abogados del Estado, economistas y demás…– pero es así, pasan por una verdadera tortura.
¿Y los políticos de turno, tan tradicionalistas en sus historias, o sus votantes…?
Bueno, hasta qué punto los políticos son una emanación de la sociedad civil es un debate clásico: la “ley de hierro de la democracia”, de cómo los partidos de izquierda –sobre todo los socialdemócratas– surgen como partidos que tratan de aglutinar los intereses de la clase trabajadora, quieren funcionar con un modelo democrático, pero paulatinamente se convierten en entidades gestionadas por minorías burocratizadas; pasa también con los sindicatos… Es un mensaje que también lanzo desde el libro: no es que la escuela sea responsable de todo, pero sí que es una institución en la que claramente podemos formar a una ciudadanía crítica, participativa, que no se crea lo que les venga por la tele, por Internet o las redes, sino que sea capaz de elaborar una opinión; sea la que sea, pero una opinión propia, con criterio, con fundamento y seriedad.
Pero la escuela no funciona así…
No. La escuela funciona creando, por lo general, ciudadanos acríticos, aunque alguno se libra. Siempre digo que uno puede ser víctima del fracaso escolar, lo cual es muy grave, pero también puede ser víctima del éxito escolar. Es mucho mejor ser víctima del éxito que del fracaso, pero el éxito escolar muchas veces significa que uno se ha sometido a las normas de funcionamiento del sistema, que le ha dorado la peana al profesor de turno, que te has aprendido las cosas que tenías que aprender… No sé, supongo que Rajoy sacaría sobresalientes en francés, pero todos sabemos que es incapaz de hablar cualquier idioma extranjero…
“Al
“Hay centros que funcionan bien, pero hay otros donde te la juegas”
¿No son los buenos estudiantes quienes quieren ser profes y reproducen la pauta?
Sí, hay una cierta endogamia. Aunque no tiene por qué ser así. Pero es verdad que un buen docente, por regla general, suele ser una persona que ha estado siempre dentro de la escuela, primero como alumno y luego como profesor. Y cito concretamente a un docente de Literatura de Secundaria, Fernando López, que es autor también de obras de teatro y viene del mundo editorial. Desde ese mundo le choca lo que se consume en la escuela: obras clásicas que no lee prácticamente nadie, salvo un especialista en Literatura. Ken Robinson decía que el modelo que tiene de buen estudiante la escuela es el profesor universitario. Pero de la escuela no salen solo profesores universitarios, sino también científicos, políticos…
Pero los profesores hemos sido en general buenos estudiantes.
Sí. Puede ocurrir que el buen alumno sea el de las buenas calificaciones, pero puede haber sido también un rebelde. Pero cada vez es más difícil. Porque, imagínate un estudiante de Bachillerato que quiera estudiar Medicina. No le queda más remedio que tener buenas notas en todas y cada una de las asignaturas, sea Religión Católica, sea Filosofía; aunque le interesen un comino, no le queda más remedio. Sin embargo, cuando yo era estudiante –pertenezco a la primera generación de la Ley General de Educación, con la EGB, BUP y COU–, podía haber estudiado Medicina sin más problema, no hacía falta tener un 9,9. No se me pasó por la cabeza estudiar Medicina porque me interesaban otras cosas, pero no había esa obsesión, no era necesario.
“Hay que buscar una educación de élite para todos y todas”
¿Qué papel juegan madres y padres de las asociaciones de los centros en esta dinámica?
Max Weber decía que la escuela era una institución hierocrática, como la Iglesia, sobre todo en su momento álgido, que dispensa bienes de salvación. Yo creo que los padres –me incluyo– lo que queremos, sobre todo, es que nuestros hijos e hijas se salven; es decir, que tengan las credenciales necesarias para poder desenvolverse en un mercado de trabajo cada vez más cambiante. Lo dice la propia OCDE: el hecho de no tener como mínimo el Bachillerato superior o una Formación Profesional de Grado Medio te sitúa muy mal en el mercado de trabajo. Por eso los padres dan la tabarra a sus hijos, porque ven el futuro. El problema puede venir después: qué carrera universitaria o qué ciclo formativo superior elegir. Creo que el sistema educativo también debería ser más transparente.
He estado no hace mucho visitando institutos, trabajando con departamentos de Orientación, y estaría muy bien que los estudiantes de Secundaria y Bachillerato supieran qué expectativas hay en el mercado de trabajo. En un estudio que ha hecho el Consejo de Universidades se ve, por ejemplo, qué tipo de cotización a la Seguridad Social tienen los egresados de la Universidad dos o tres años después de haber terminado. Y se ve que, entre quienes han hecho Ciencias de la Salud, el noventa y tantos por ciento está trabajando y cotizando en el grupo de titulados superiores, mientras que los titulados en Ciencias Sociales o, no digamos, en Bellas Artes, están en torno al 50% o menos. Es importante que la gente lo sepa: con la graduación en determinadas titulaciones, no va a estar muy claro que encuentren un empleo de esa titulación. Con lo cual, a lo mejor, tienen que pensar en hacer un máster o trabajar en el circuito productivo, hacer una oposición o algo de otro tipo… Esto es importante que lo sepan, saber lo que puede ocurrir para plantearse a conciencia el proyecto de vida y su itinerario formativo.
“El Bachillerato como está es nefando”
En este panorama, ¿cómo aparece la “libertad de elección de centro”?
Me parece fenomenal. A diferencia de Estados Unidos, que supuestamente es un país más liberal que España, tenemos la suerte de que podemos elegir el centro que nos plazca, sea público, concertado o privado, si tienes el dinero suficiente para pagarlo. Pero es importante que puedas elegir el centro público que consideres oportuno. Ahora, el problema que hay es que uno elige centro porque no todos, públicos ni concertados, tienen la misma calidad. Me gustaría vivir en un país como Finlandia, en este sentido, porque las familias no tienen este problema: saben que todos los centros de enseñanza, absolutamente todos, son igualmente buenos: tienen un profesorado comprometido, todos tienen proyecto educativo, trabajan en común, etc.; pero, por desgracia, ese no es el caso de España. Eso lo sabemos. Hay centros públicos que funcionan bien, no tantos como quisiéramos, y hay otros donde te la juegas. Es una lotería: dependes del docente que le toca a tu hijo, de la tutoría en caso de la Primaria o de los profesores especialistas en el caso de la Secundaria. Según te toque, tendrás más o menos suerte.
Y también sabemos que, como hay tanta rotación, en los centros públicos un año tienes un claustro y al año siguiente otro radicalmente distinto, mientras que en la concertada este problema no existe; en general, el profesorado es fijo, con lo cual es más probable que exista un proyecto, que nos podrá gustar más o menos,
pero lo hay.
Entonces, “libertad de elección” sí, por supuesto. Lo que ocurre es que, como se está aplicando en algunos sitios –por ejemplo, en Madrid–, convirtiendo toda la ciudad en un distrito escolar único, en los barrios deprimidos se deja fuera a las familias más comprometidas con la educación y se deprime todavía más a los centros públicos de esa zona. Por otra parte, el profesorado tampoco querrá estar en esos centros, con lo cual los buenos docentes no estarán en ellos, y este proceso genera una desigualdad social y una dualidad que habría que combatir. ¿Cómo? Pues ahí tropezamos con los sindicatos, incluso los de clase. No puede ser que todo el profesorado cobre más o menos lo mismo.
Si uno está trabajando en un centro de difícil desempeño, sea una zona rural, sea un barrio deprimido o que atiende a una población singular –que puede a lo mejor ser la mitad de Madrid–, a esa gente habrá que retribuirla más; no sé si con más dinero, con permisos sabáticos, con más puntos o con lo que fuere. Pero no puede ser como está. En Suecia ocurría una cosa similar. Al principio, los sindicatos se opusieron, pero al final la mayor parte de los afiliados está de acuerdo con este sistema. Y tampoco puede ser lo que decía Fernando López: que el último en llegar a un centro sea el que siempre tiene el grupo D, el grupo E, lo peor del instituto. Eso no puede ser. Tiene que ser como en un hospital: los mejores médicos están con los casos más difíciles, y no los novatos.
¿Qué pasa con las leyes educativas?
Nos quejamos de que hay muchas, y es verdad que ha habido demasiadas. Ha habido el número que sea, siete, ocho…, pero las leyes no tienen capacidades demiúrgicas; hay que cambiar la realidad. A pesar de todas las que hemos tenido, básicamente funcionamos igual que cuando yo era adolescente. Hace poco estuve en un colegio concertado, me invitó un profesor que quería hacer una encuesta y asistí a su clase de Lengua y Literatura de 2º de Bachillerato, donde tuve la impresión de haberme metido en el túnel del tiempo. Era exactamente lo mismo que lo que viví cuando estaba en COU (el equivalente al curso donde me invitaron). Trabajaban Soledades, de Antonio Machado, viendo cómo satisfacer al posible corrector de la prueba de acceso a la Universidad. No tengo nada contra el autor, al contrario. A todos los que nos gusta Serrat, nos gusta Machado; a todo el país le debe gustar. Pero hay más poesía seguramente, ¿no? A veces, tengo la impresión de que estamos anclados en la Generación del 98. En fin, me llamó la atención: la estructura de funcionamiento era la misma y también el autor.
A la espera de otra ley educativa, ¿qué es “calidad”?
Es un término tan enormemente polisémico que, dependiendo de quién lo utilice, puede significar lo contrario de cómo lo utilice otra persona. Yo propongo en el libro que habría que buscar una educación de élite para todos y todas, un oxímoron que se puede comprender fácilmente. Es decir, si queremos que una educación de élite –como hay ejemplos– consiste en que el alumnado se exprese, que trate temas controvertidos, que sea capaz de pensar por sí mismo, esa es la educación que precisa todo el mundo. Si hay un Bachillerato Internacional –que también lo cito– que, entre otras cosas, exige hacer una monografía, globalizar el currículo y que no haya una divisoria entre Ciencias y Letras, ¿por qué no pedimos eso para todo el mundo? Y lo mismo digo del “Bachillerato de Excelencia”. Si significa buscar que la gente sea autónoma y que todo el mundo sea excelente, ¿por qué no hacemos uno así en general y no solo para una minoría? Eso es para mí la calidad: que todo el mundo tenga una educación de calidad que, por cierto, es el título de un libro de Horchleitner, el coordinador de los informes PISA: Una educación de alta calidad para todos.