Asistimos atónitos a la perversión del concepto de educación y a la lucha contra el legado de Paulo Freire en estos momentos en Brasil, justo cuando se acerca su centenario. El desprestigio a su persona y su legado, por parte de Jair Bolsonaro, atreviéndose a calificarlo de “ese energúmeno, ídolo de la izquierda”, demuestra ignorar el sentido mismo de su pedagogía crítica, su método innovador de alfabetización y la preocupación que Freire mostró toda su vida por la educación de los más pobres. O quizás sí lo conoce, y precisamente sea esto lo que más le atormenta, que alguien de una familia pobre de Recife, como Freire, que conoció la pobreza y el hambre, pudiera llegar a tener más de 35 títulos de Doctor Honoris Causa de numerosas universidades de Europa y América, que fuera capaz de enseñar a leer y escribir a los más pobres, cuando era requisito en Brasil para participar en las elecciones presidenciales. Por ello, millones de personas –indígenas desheredados y desprotegidos, jóvenes abandonados a su suerte, niños y niñas violentados y olvidados, mujeres humilladas e ignoradas y tantos otros discriminados en Brasil y otras partes del mundo– pueden afirmarse en rebeldía frente a la injusticia y la resignación.
Es en nuestros días, en las circunstancias concretas de desigualdades, de saqueo de nuestros recursos naturales y cambio climático, de pandemia universal, cuando más reivindicamos al Freire pedagogo, epistemólogo, ético y político. Aunque sería, en verdad, como decía Freire, una “actitud ingenua esperar que las clases dominantes desarrollasen una forma de educación que permitiese a las clases dominadas percibir las injusticias sociales en forma crítica”.
En el inicio del curso 2021-2022 se conmemorarán los 100 años del nacimiento de Paulo Freire, y el diálogo sigue siendo el camino y la palabra sigue siendo liberadora y decisiva en la construcción social del ser humano y en la constitución de la propia existencia humana. En un tiempo donde la barbarie abunda, educar en un humanismo militante se ha convertido en una necesidad de extrema urgencia, y la lectura de Paulo Freire es esencial para entender la importancia que tiene la ética como componente esencial de la educación. No hay educación si no hay valores que la sustenten ni amor que la dirija.
Tenemos la necesidad de crear contextos educativos más saludables, solidarios y colaborativos. De darle la palabra al “otro” para recuperar el sentido más humano de la educación, la cultura y el conocimiento.
Debemos hacer una reflexión serena y consciente sobre el sentido de la educación, no del mercado educativo. Ya en 1935 Tomas Mann, en una conferencia sobre La formación del hombre moderno, echaba en falta un humanismo militante. Vivimos una época de crisis sanitaria, social y económica donde se ha popularizado lo irracional; en la que la clase obrera vota programas que garantizan la jerarquía antes que la igualdad, el orden antes que la libertad y el hambre antes que el pan, y además no se diferencia la verdad de la mentira. Así, necesitamos con urgencia un humanismo que se fortalezca y se empape de la libertad, de la tolerancia, de la convivencia pacífica, de la solidaridad del reconocimiento de la “otra” persona y de reconocerse en ella, como barricada ante el discurso del odio y el entusiasmo perverso de una parte importante de la sociedad por liquidar los derechos humanos. Paulo Freire nos invita a no refugiarnos en la indiferencia cívica, sino a ser capaces de volver a las ideas más reivindicativas del humanismo más militante. “¿Quién mejor que los oprimidos se encontrarán preparados para entender el significado terrible de una sociedad opresora?” (Pedagogía del oprimido).
La educación como práctica de la libertad se sitúa más allá del aula y de la institución escolar, en el centro de la comunidad. El núcleo desde donde se reivindica, se consigue y se consolidan los derechos que abren la puerta a una vida digna, en paz y en libertad. Esa es la verdadera esperanza, huyendo del fanatismo de la pandemia, donde no hay lugar para la utopía. Freire decía que “la educación hay que entenderla como un hecho democrático y democratizador, que traspasa al aula. La educación es un acto creativo y político”, y es ahí donde versa nuestra esperanza.