Comenzó el nuevo curso, con iguales o quizás peores trabas que al inicio de la pandemia. Mi visión como maestra de Educación Especial va dirigida a los alumnos y las alumnas que más necesitan de una educación inclusiva y recursos suficientes para poder atender todas sus necesidades, promulgando una enseñanza de calidad para proporcionarles todas las herramientas necesarias para el buen desarrollo en su proceso de enseñanza-aprendizaje.
Precisamente en estos momentos tan difíciles, menores y no tan menores con necesidades han de ser una prioridad en el sistema educativo, dotando así a los centros de todos los recursos materiales y personales que sean necesarios para llevar a cabo la tarea docente en condiciones óptimas. En este caso voy a enfocar este artículo en las personas con problemas de audición.
En primer lugar, la educación de las personas sordas podría ser más sencilla si desde la edad más temprana la lengua de signos fuera obligatoria, no solo para las personas hipoacúsicas, sino también para las oyentes. Esto ayudaría a la comunicación, que es esencial para el buen funcionamiento de la educación, considerando a la lengua de signos como una lengua, es decir, lo que es. Al no tener esta opción, tendría que haber intérpretes en las clases, ya que el alumnado con problemas de audición supera los nueve mil y su formación debería estar garantizada en igualdad de condiciones.
Si ponemos todos los medios para su formación, veremos cómo llegarán a buen término. Debería haber una conciencia global sobre las lenguas de signos y derechos fundamentales para las personas sordas. A destacar el tema de interés de las mascarillas transparentes que sugieren personas sordas como Marcos Lechèt, idóneas para la correcta lectura de labios, aunque el problema es que tienen que estar muy cerca para que esto sea efectivo. Sin embargo, sería un éxito para las personas autistas, ya que deben reconocer a la persona a la vez que escuchan la voz.
Como referencia mundial, encontramos el programa lectivo específico para personas sordas de la Universidad Gallaudet, en Washington, con más de dos mil personas matriculadas al año; por desgracia, la única del mundo. Desde la comunidad educativa se tendría que hacer un severo esfuerzo para que estos programas que funcionan se generalizaran y fueran extensivos para el resto de países.
(Photo: Ralf Lotys)