El famoso compositor nació en 1770 en Colonia y por ello el año pasado se conmemoró su 250º aniversario con distintas iniciativas. Pero, a mi modo de ver, el homenaje que hizo Mauricio Kagel en 1970 con la película Ludwig van sigue siendo insuperable. Era otra época…
Beethoven encarna al individuo que lucha, orgulloso y dolido, por conquistar nuevas libertades. Se aleja de la servidumbre a la nobleza propia del viejo régimen y rechaza los gestos de pleitesía para poner su voz al servicio de las emociones más profundas y comunes de la humanidad: alegría y tristeza, amor o desprecio, tranquilidad o furia. Lo sublime se atisbaba fuera de la iglesia, en templos paganos: las salas de conciertos. La construcción de la ciudadanía, con su propio marco legal y jurídico, ocurre en paralelo a la consolidación del individuo capaz de sentir, expresar, amar, sufrir o anhelar la concordia universal. El espíritu revolucionario llegó a su paroxismo con la música, convertida en el lenguaje idóneo de aquel proceso. Beethoven encarna el triunfo del individuo, dueño de su destino por encima de viento y marea, de enfermedades y sinsabores. Ese esfuerzo colosal tiene un precio que despierta admiración: la renuncia a la felicidad.
Tras siglos, Beethoven sigue siendo una referencia de nuestro universo cultural, pero en declive. La sociedad actual heredó el modelo gestado en tiempos del compositor, pero, desde entonces, la noción del sujeto se ha diluido en un creciente hedonismo. Más vale eludir esfuerzos extraordinarios y ovacionarlos en otras espaldas. La lucha por sentir, pensar y actuar ha evolucionado hacia una interpretación del mundo acomodaticia, adaptada a capricho. Se ha impuesto la Ley de Campoamor: “Y es que en el mundo traidor nada es verdad ni es mentira: todo es según el color del cristal con que se mira”. El individualismo contemporáneo poco tiene que ver con aquel arrebato transformador de los primeros románticos; ha desembocado en un individualismo óptico, dócil y consumista, en un individualismo de instagrammers, prêt-à-porter.
La figura colosal de Beethoven sobrevive, pero se desvanece ante nuestros ojos. El público que admiraba sus obras y esfuerzos está en franco retroceso, como todo aquel universo filarmónico e idealista que brilló hasta hace pocos lustros (Robert J. Flanagan. The Perilous Life of Symphony Orchestras: Artistic Triumphs and Economic Challenges). El ejemplo del compositor alemán es cada día más incomprensible. El pedestal presenta grietas ante un mundo leve y fluido. Tal vez su ocaso sea el albor de una nueva fase histórica. El destino llama a la puerta con tres golpes y una tercera menor descendente. Poco a poco dejamos atrás su geografía. ¡Adiós, Ludwig!