Educación liberadora
Antes, ya había escrito La educación como práctica de la libertad (1967), además de una reflexión crítica sobre La educación y la realidad brasileña (1959) y sobre su actividad educadora en La alfabetización y la conciencia (1963). De ese núcleo central sobre una educación apta para liberar la palabra de los pobres, emergería una extensa obra de gran influencia en muchos educadores del mundo, en particular quienes se han movido en la escuela pública y la “cultura popular”. Su teoría de la “bancarización” del conocimiento y sus formas de educar la mirada y la reflexión, ayudaron a desarrollar los movimientos renovadores españoles de los años setenta. Freire inspiró a quienes pugnaron por una “alternativa democrática” a lo que había sido la educación franquista y, en buena medida, no cesó de infundir optimismo a quienes vieron que el acuerdo del art. 27 de la Constitución Española era interpretado como algo cerrado en torno a una libertad de educar casi exclusiva. Quienes han seguido intentando construir un sistema abierto, con una estructura organizativa sin privilegios, y métodos de trabajo que propicien la enseñanza de todos como un bien y un derecho democratizador, son deudores en alguna medida de Freire, como lo son de Dewey, Freinet, la Institución Libre de Enseñanza (ILE) y cuantos reclamaron desde la primera década del siglo pasado una “escuela única” y una “escuela nueva”, coeducadora y laica.
¿Un centenario?
El sino habitual de aniversarios y conmemoraciones es que a sus organizadores solo suele interesarles celebrar que están vivos; desde las instituciones que dirigen, el recuerdo que anuncia el homenaje les sirve de pretexto para contar que ahí está y, en definitiva, lo bien que lo están haciendo sus directivos. Pasó con Mozart, por ejemplo, al que sucesivos eventos de este cariz, dentro de Alemania, pero en tres momentos muy distintos –incluido el menos modélico– permitieron loas de todo tipo, ajenas a lo que había significado su creatividad musical: lo contó, desencantado, Jean Bermeil en 1991 en un análisis certero. En eventos sobre la educación española, quien haya tenido paciencia para seguir, por ejemplo, conmemoraciones de centros que llaman “históricos” –como si los otros no tuvieran tal entidad–, habrá podido ver el mismo espectáculo, como si lo relevante fuera el parabién de la Consejería correspondiente, no fuera a sentirse avergonzada por el contraste de su gestión.
Puede volver a suceder ahora, porque a los liderazgos que ejercen muchas consejerías de educación –y muchas direcciones de centros– el pensamiento de Freire o de quienes le sean aledaños les resulta incómodo; es más, independientemente de evanescentes recuerdos líricos, osar ponerlo en práctica de modo visible puede arrastrar consecuencias desagradables para quien transgreda normas no escritas que rigen la cultura escolar. Lo que en los años 70 y 80 fue visto por muchos profesores y profesoras como motivadora innovación a poner en práctica, hoy reverdece como peligroso en muchos ambientes; hay profesores que, ante tales sugerencias, siguen atemorizados como en los tiempos del rutinario hegemonismo franquista. Sucede, además, que dentro de la Iglesia Católica, de la Teología de la Liberación que emergió en fechas y medios cercanos a Freire solo quedan, después del trabajo sistémico de Wojtyla y sus adeptos para erradicarla, amagos mortecinos de muy distinta intensidad que lo acontecido en El Salvador en torno al obispo Óscar Romero en 1980, Ellacuría o Nacho Martín Baró en 1989, y tantos otros. En muchos centros educativos españoles, tanto en la órbita católica como en la pedagogía al uso en los restantes, cuando se trata del poder docente para decidir la acción educativa, hay más letra que música, y la que se oye suele chirriar.
¿Liberar oprimidos aquí?
La cuestión, pues, es el interés que tenga en este 2021 –a 100 años del nacimiento de Freire– su planteamiento educativo y pedagógico, y no es fácil responder. En un país donde el 33% del alumnado –en algunas comunidades, por encima del 45%– asiste a centros que tienen una variada gama de privilegios diferenciales respecto a los demás del común, que, siendo públicos en su gestión, pueden no serlo en sus dinámicas internas de organización e, incluso, tener formas de segregación más o menos larvadas, suena mal su exigencia de que haya de cambiarse ese panorama contradictorio con la igualdad pregonada en la Constitución del 78. Cuando uno de cada tres estudiantes de nuestro sistema educativo es pobre o está en riesgo de exclusión, a quienes se esmeran en mostrar solamente la cara de los que no tienen problemas –igual que hicieron con los comedores escolares en la crisis anterior–, cabe esperar que les sobre la Pedagogía del oprimido. Y si lo que se propugna enseñar y el cómo enseñarlo es, como siempre, el currículo enciclopédico de lo que debe ser, las exigencias de un aprendizaje consciente, liberador, les resultarán excesivas; las preceptivas verdad, unidad del saber y del bien seguirán sin tocar los problemas y las sensibilidades cambiantes, los profesores y maestros serán pasivos peones obedientes, y el aburrimiento silencioso del alumnado seguirá garantizado en burocráticas evaluaciones, al menos, para un 25% de quienes ni repitiendo superan la ESO. Es decir, que, en tales casos, el riesgo de dar la razón al Freire que renegaba de “la bancarización del saber” sería muy grande; pondría en un brete a quienes solo pretenden atender a un selecto grupo de exquisitos, mientras abandonan al resto en la ignorancia.
El mundo que Freire quería erradicar sigue entre nosotros, y la Covid-19 lo está mostrando descaradamente. Si su quehacer pedagógico fue fructífero e inspiró el modo de trabajar de muchos docentes desde los años setenta –cuando Editorial ZYX se empeñaba en difundirlo–, el mejor recuerdo que este centenario suyo dejará en España –en un momento de tanta incertidumbre– será el trabajo coherente de cuantos se atrevan a tomarlo como inspiración. Su intervención vigorosa con los pobres, problema central de toda sociedad, sigue teniendo fuerza sobrada para iluminar los conflictos que nuestro sistema educativo tiene latentes.