En el mismo sentido, el profesorado de la universidad tampoco opta por escribir y difundir sus ideas o experiencias profesionales, volcándolos en obras individuales, con propuestas en las materias de su especialidad. Prefiere escribir artículos breves, que además firman varios autores. El destino de ese texto es su publicación en alguna revista de impacto, a ser posible en inglés. Parece que vale más si se dice en ese idioma que si se expresa en el propio.
Por ello, examinando cualquier revista “seria” y consultando la bibliografía, difícilmente se encuentra un libro en ella, sino que lo que aparece son múltiples artículos en inglés. Pareciera que los libros han desaparecido de la formación universitaria. Personalmente, cuando recomiendo la lectura y comentario de un libro a mis alumnos universitarios, muchos me dicen lo contentos que están por haberlo leído entero, cosa que al parecer no habían hecho nunca, pues no entra dentro de sus prácticas habituales.
Caminemos hacia la explicación. Los criterios de evaluación del profesorado universitario establecidos por la ANECA valoran la publicación de esos artículos en inglés que citamos, en revistas “de impacto”, por su supuesto prestigio internacional. Así, cuando las universidades envían cuestionarios de autoevaluación al profesorado, incluyen entre los indicadores las publicaciones de artículos, pero nunca la de libros. Este es un factor que focaliza el interés en el “artículo” y desmotiva hacia la escritura de un libro.
También hay que reconocer públicamente que ya algunas (no quiero generalizar) de esas “prestigiosas” revistas venden sus números, por lo que para publicar en ellas hay que pagar. Cada año aumenta el precio, por los buenos resultados para los autores y la demanda existente. Negocio redondo, aunque falsee la seriedad de lo publicado.
Desde siempre la evaluación dirige los sistemas educativos, por lo cual resulta imprescindible disponer de un modelo que genere un alto nivel de formación en los estudiantes y en los profesores. Cuando se marcan los indicadores que se utilizarán para la evaluación, toda la actuación anterior se dirige a conseguirlos. Por eso se condiciona, con los mismos, el camino que se recorrerá para alcanzarlos, lo cual incidirá directamente en la bondad o perversidad del sistema.
Si los indicadores son inapropiados, los resultados de la educación degeneran, se quedan en lo superficial: no ayudan a la formación adecuada de la persona. La mediocridad se extiende en los ámbitos educativos e investigadores que deberían garantizar lo contrario.
Nos encontramos ante una educación basada en “papeles”, sin considerar cómo se consiguen. Antes íbamos a los congresos para aprender, para conocer a autores y compañeros interesantes… Ahora se matriculan en el congreso, pagan, presentan la comunicación, reciben el certificado de asistencia (sin asistir) y con eso está cumplida la función del mismo, casi vacío de participantes presenciales.
Mundo de analfabetos
No culpabilizo al profesorado que cede al modelo establecido, porque, si no lo hace, se queda sin avanzar en su carrera (aunque creo que podría adoptar posturas más críticas ante esta situación). Pero sí lo hago a quienes deciden el sistema de evaluación del profesorado, todavía sin tener claro si se ha implantado intencionalmente, por intereses espurios o por ignorancia. Preferiría que fuera por la última razón, pues resulta superable. Pero si es por otras, ¿qué pretenden los responsables de la educación? ¿Un mundo de analfabetos? ¿O tienen montado un suculento negocio a costa de los que deben hacer méritos banales para sobrevivir?
Me parece llegado el momento de denunciar esta realidad, que perjudica en lo más profundo al sistema educativo, pues atañe a la superficial formación de los futuros educadores o investigadores. Aunque se modifiquen las leyes de educación, si no se ataja el fallo inicial del modelo no cambiará nada. Sea ineptitud o sea hipocresía, hay que reformar lo necesario para que los resultados mejoren. ¿Hasta cuándo tendremos que esperar? La obsolescencia programada sería una buena medida para asegurar el fin de un problema endémico en la formación académica.