Esa insistencia me resulta innecesaria y aún más ante títulos de la envergadura de los mencionados; con ella legitiman lecturas modernas, adelantándose a cualquier posible crítica. David Alden aborda el Otello con un lenguaje austero y expresionista, empleando luces y sombras muy duras sobre un espacio arquitectónico único, oscuro, ruinoso, triste y decadente. No se advierte nada de la opulencia veneciana que servía de fondo y contraste a la tragedia de Shakespeare. El vestuario militar de entreguerras resulta tan gris y manido como esos recursos que desde el primer momento anuncian la catástrofe final en blanco y negro, sin dejar apenas espacio a un recorrido visual. Las decisiones se manifiestan desde el primer momento sobre un cuadro que apenas evoluciona. Los matices de la trama desaparecen del decorado, concentrando todo el interés en el trabajo actoral de los cantantes, encarado desde el naturalismo. Es una producción que funcionará mejor en pantalla de cine que sobre el escenario, y se puede presentar en cualquier espacio industrial abandonado, donde ganaría mucho.
Por su lado, Davide Livermore ha ofrecido una versión de Norma que aprovecha sin remordimiento los mejores artificios del teatro añadiendo perspectivas cinematográficas: emplea mutaciones vistas, una gran carra practicable, escenario giratorio, telares, juegos de luces, gasas y unos vídeos realizados por D-WOK dentro de un estilo fantástico que conecta Juego de Tronos o el Señor de los Anillos, con Caspar David Friedrich y con las mitologías europeas, incluso wagnerianas, actualizando la iconografía romántica y modernista. Crea un espacio mágico e ilimitado, que pone más interés en la plástica teatral que en lo interpretativo, pero esa exuberancia visual subraya la acción paso a paso de manera muy clara. Como alternativa escénica, me resultó más teatral, entretenida, legible y eficaz que la anterior. Son dos maneras de entender la ópera y de enfrentarse a su puesta en escena desde estéticas, generaciones y culturas distintas. La yuxtaposición de ambas propuestas recupera la actualidad que aún conserva la paradoja del comediante descubierta por Diderot. La tensión entre verdad y ficción es parte esencial del teatro.