Los ejemplos escandinavos o norteamericanos (incluimos no solo EE.UU., sino también Canadá) suenan mal todavía en los oídos de nuestros y nuestras mandatarixs, cuando no estrafalarios o incluso “antisistema”: hablar de cuotas y de reparación histórica es rápidamente contestado con la arrogancia de la ignorancia, que, ya se sabe, “es muy atrevida”, tanto que a menudo es suicida.
Vayamos por partes.
En el ámbito de la enseñanza, si bien el alumnado no solo ha alcanzado la paridad, sino a menudo la mayoría, por parte de las mujeres el techo de cristal impide que esos números se reflejen más tarde en la profesión; o, si se reflejan, volvemos al famoso paradigma, ya muy superado en países avanzados (que parece no sea el nuestro), de que el trabajo femenino sea menos valorado que el masculino: en salarios, reconocimiento social y proyección mediática, política y cultural.
En el territorio de la gestión musical, estamos en manos del patriarcado más absoluto, sean hombres o mujeres quienes gestionen, pues las políticas feministas son un planteamiento social y político, no una cuestión de sexo: se puede ser mujer al servicio del machismo y/u hombre al servicio del feminismo.
Las programaciones musicales están llenas de nombres masculinos, la rara avis siempre es una mujer: en la ópera, en las grandes orquestas, en los grandes festivales y ciclos pagados por toda la ciudadanía a través del Ministerio de Cultura, etc.
Pero, desde mi punto de vista, lo más grave es la falta de referentes femeninos en la educación musical. Las programaciones de Primaria y Secundaria Obligatoria, subrayar obligatoria, silencian sistemáticamente la labor de las mujeres compositoras, intérpretes, mecenas, etc. a lo largo de la Historia: solo aparecen los Beethoven de turno, que nadie cuestiona, por supuesto, yo tampoco. Pero muchísimo más grave es la enseñanza o educación (¿des-educación?) musical que se recibe en los centros profesionales, es decir, en los conservatorios e incluso en las universidades. La falta de presencia de repertorio femenino es alarmante, y no porque no exista: ya se han encargado las feministas americanas, alemanas, francesas, inglesas… –aquí todavía es una recuperación pendiente– de sacarlo a la luz. Así, nuestro alumnado pasa 10 o más años de su vida interpretando, analizando, estudiando a hombres y ninguna mujer; y cuando sale a la profesión e interpreta o asiste a la orquesta de turno, ese calado de años se perpetúa, porque de nuevo solo aparecen nombres masculinos.
La solución, política, como en todo.