MANUEL DE PUELLES BENÍTEZ participó en la gestión del Ministerio de Educación en un momento crucial de los años 80, debido a su formación en Derecho y Ciencias Políticas. Pasó luego a la UNED, a una cátedra donde ha explicado Política de la Educación, siendo uno de los iniciadores en España de esta disciplina hace 30 años. Su labor docente, artículos y libros son preciada guía para otros especialistas y sus muchos discípulos. También para no pocos lectores preocupados por la enmarañada historia de nuestro sistema educativo.
¿Qué valor da a su último libro, Política educativa en perspectiva histórica, que ha publicado Biblioteca Nueva con textos escogidos de su producción?
En la nota introductoria se explica bien lo que el libro pretende: incluir algunos textos que por su dispersión en revistas especializadas, en las actas de congresos nacionales e internacionales o en capítulos de libros, no resultan muy accesibles al lector interesado por estos temas. El objetivo no era, sin embargo, una pura yuxtaposición de textos sin trabazón alguna, sino una relación de trabajos que estuvieran interrelacionados y que, sobre todo, abordaran los principales problemas de política educativa de los dos últimos siglos. En este sentido, el libro incluye temas cruciales para la educación en España como el impacto de la Revolución francesa en el sistemas educativo creado en 1812, el papel del Estado y de la Iglesia ante la educación moderna y su sempiterna rivalidad, el problema de los recursos financieros siempre escasos, las políticas de libertad, igualdad y secularización de la educación en los siglos XIX y XX, y, finalmente, el gran tema de la Transición en educación: el consenso constitucional del artículo 27, su grandeza y su servidumbre.
Durante los 30 años en que ha enseñado una disciplina que se ha venido a llamar “Política de la Educación”, probablemente habrá oído interpretaciones muy diversas acerca de lo que enseñaba
La Política de la Educación es una disciplina que aparece en 1974, constituyendo una innovación importante desde el punto de vista académico. Sin embargo, persiste uno de los problemas que la aquejan, y es que todavía hay interpretaciones que bajo la influencia anglosajona distingue entre politics y policy, la primera dedicada a estudiar los fenómenos de poder en la sociedad moderna, y la segunda al análisis de los programas de acción en la sociedad. Esta distinción, empero, olvida que tanto en la politics como en la policy el poder está siempre presente, más si cabe en la educación que, como es sabido, preocupa y es objeto de atención por todos los gobiernos; en parte, por la importancia que tienen los sistemas educativos desde el punto de vista económico –el llamado capital humano–, social –dado los intereses diversos que promueven las distintas fuerzas sociales– o cultural –la capacidad de integración de la escuela–. En mi opinión, los análisis de los sistemas educativos deben ser realizados de un modo global, lo que incluye factores económicos, sociales, culturales y políticos, pero la Política de la Educación, aunque interrelacione todos esos factores, debe dedicar obviamente su atención preferente al factor político.
Un pacto como el que la Subcomisión Parlamentaria pretende precisaría revisar el art. 27 de la Constitución
Según eso, el factor político es uno más, pero, ¿es posible una historia de la educación que no sea una historia política?
Hoy se puede hablar de una historia económica, de una historia social, de una historia cultural y también de una historia política de la educación. Todas ellas contribuyen a escribir la Historia la Educación, pero la revitalizada historia política que hoy se hace considera que la educación, el poder y los intereses se hallan muy relacionados, jugando el factor político un papel sobresaliente porque varios son los poderes que persiguen el dominio de la escuela; en este sentido, la Historia de la educación es siempre historia política (aunque no sólo).
Últimamente se habla mucho de “adoctrinamiento”, con serio olvido del Padre Ateste y del Padre Ripalda, además de Trento y Pío V o, más recientemente, la encíclica Divini illius Magistri. Cuando escribió los textos ahora recogidos en este libro o cuando publicó Educación e ideología en la España contemporánea, ¿no estaba también “adoctrinando”?
El término “adoctrinando” necesita ser matizado. No es lo mismo impartir educación de acuerdo con los valores superiores proclamados por la Constitución –la igualdad, la libertad, la justicia y el pluralismo político (art. 1.1.) – que utilizar la educación para una transmisión sesgada que, de un modo u otro, contradiga o niegue dichos valores. Es más, la Constitución, en el art. 27.2, exige educar en el respeto a los valores democráticos. Por mi parte, hace ya mucho tiempo que trato de seguir la recomendación de Max Weber de no ocultar los valores en los que creemos, cubriéndonos con el manto de una aparente neutralidad: dada la persistencia, querámoslo o no, de valores y contravalores en nuestro mundo, y aunque debamos exponer los hechos históricos con la máxima objetividad y la mínima subjetividad posibles, también hay que presentar las antinomias, las contradicciones, las luchas de poder y los intereses en conflicto, utilizando para ello el pensamiento crítico. Creo que estos criterios inspiraron en su momento los textos recopilados en Política educativa en perspectiva histórica.
En Europa, hoy nadie discute que la escuela pública sea la columna vertebral del sistema educativo
En los seis meses que duró en el cargo el primer ministro de Instrucción Pública, García Álix, emitió 308 decretos. No parece que sirviera para atajar la dejación del Estado. Ahora, llevamos 11 leyes orgánicas y ya se demanda otra… ¿No hay un exceso de confianza en las leyes?, ¿hay suficiente determinación en cumplirlas?
Los hechos son testarudos: mientras que en casi dos siglos solo hemos tenido tres grandes leyes –el llamado reglamento general de 1821, la ley Moyano de 1857 y la ley general de Educación de 1970–, en estos últimos 40 años hemos visto aparecer 11 leyes distintas, ocho escolares y tres universitarias. Es verdad que el ritmo histórico se ha acelerado extraordinariamente, pero también lo es que esta superabundancia de leyes se debe a razones intrínsecas, algunas de ellas perversas, que deben ser superadas. Ciertamente, no todas las leyes han tenido el mismo valor ni todas han tenido los mismos apoyos, pero lo importante a resaltar ahora es que esta proliferación de leyes revela que el consenso del art. 27 fue un requisito necesario para evitar la temida guerra escolar que tanto obstaculizó la obra de la II República, pero no ha sido suficiente para lograr la estabilidad legislativa ni para evitar la consiguiente oleada de reformas y contrarreformas. Es decir, hubo un pacto constitucional para tratar de conciliar valores enfrentados en la educación, pero después no ha habido un pacto para aplicar el art. 27. Para este complejo problema debo remitirme ahora a los últimos textos recogidos en la Perspectiva histórica que ofrece el libro que acaba de publicarse.
Perdone que insista pero, aunque el art. 27 de la Constitución tratara de equilibrar la tensión entre el derecho universal a la educación y el derecho a la libertad de enseñanza, ha habido una interpretación de la “libertad de enseñanza” muy circunscrita a la “libertad de elección de centro”. Después de 40 años, ¿ha de seguirse con una interpretación tan aleatoria de este artículo, que ha dado pie a leyes orgánicas alternantes y enfrentadas en asuntos principales?
El artículo 27.1, que reconoce los derechos y libertades derivados de la igualdad y la libertad, ampara implícitamente la libertad de elección de centro dentro del amplio marco de la libertad de enseñanza, solo que no puede ser un derecho absoluto –ningún derecho lo es–, debiendo esta libertad ser reconducida a sus propios límites. Estos vienen dados por los convenios internacionales ratificados por España, especialmente por el Pacto Internacional de Derechos de 1966 cuyo artículo 13.3 reconoce la libertad de los padres de elegir para sus hijos “escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas”, es decir, escuelas privadas: esta es la interpretación correcta de la libertad de elección de centros, subsumida en el art. 27 que reconoció expresamente la “libertad de creación de centros”. Entre los textos reunidos en este libro a modo de Perspectiva histórica, hay uno dedicado especialmente a esta sensible cuestión, en el que se examinan todas las lecturas e interpretaciones que encierra la “libertad de enseñanza”.
¿Escamotea la LOMCE bajo el artilugio de la “demanda social” su obligación de cumplir con el derecho universal de todos los ciudadanos a la educación?
Sí, es un ejemplo más de la ambigüedad del pacto escolar del art. 27, que al reconocer la libertad de enseñanza no precisó ni concretó bien su contenido, aunque, en mi opinión, el artículo 27.5 no ampara un presunto derecho derivado de la demanda social. Dicho precepto establece que los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación mediante la programación general de la enseñanza y la correspondiente creación de centros públicos. Por tanto, es la programación realizada por los poderes públicos, no la demanda social, la que debe señalar qué centros públicos deben crearse. Es verdad que siempre queda la apelación al Tribunal Constitucional, pero la extraordinaria lentitud de este tribunal impide de facto garantizar de verdad la instrumentación del derecho a la educación. Por eso hay que esperar que una reforma constitucional incluya la revisión del art. 27 evitando interpretaciones no deseadas, y blindando los derechos derivados de la igualdad y la libertad de educación.
El desacuerdo interpretativo del art. 27 ha producido una inestabilidad legal insoportable con consecuencias devastadoras para la enseñanza y para el prestigio de la educación
Sin embargo, hoy seguimos debatiendo precisamente sobre la antinomia que se ha producido entre el “derecho a la educación” y la “libertad de enseñanza”, entre la escuela pública y la escuela privada. En su opinión, ¿a qué se debe esto?
Como es sabido, en el Antiguo Régimen, antes de la Gran Revolución de 1789, la educación era prácticamente un monopolio eclesiástico. Un estudioso del ancien régime tan notorio como Tocqueville ya señaló que en los Estados Generales convocados por el rey había “pocas huellas, o mejor dicho, ninguna huella de lucha entre laicos y eclesiásticos en materia de enseñanza pública”. Esto significaba que la enseñanza pública no era una preocupación prioritaria de la burguesía, partidaria de la igualdad civil ante la nobleza y de la libertad de comercio; estaba muy lejos por tanto de las exigencias del principio democrático de igualdad que, en educación, supuso la aparición del concepto moderno de escuela pública. Recordemos que en la fase liberal de la Revolución francesa se proclamó en la Constitución de 1791 “una instrucción pública, común a todos los ciudadanos, gratuita respecto de aquellas partes indispensables para todos los hombres”; es decir, se garantizó solo la instrucción elemental, mientras que en la segunda fase –de inspiración democrática– se promulgó en la nueva Declaración de Derechos de 1793 que “la instrucción es necesaria a todos. La sociedad debe favorecer con todo su poder los progresos de la razón pública y poner la instrucción al alcance de todos los ciudadanos”. Es el antecedente del moderno derecho a la educación y la afirmación más clara de una educación para todos, preanunciando así el nacimiento de la escuela pública como garante de este derecho.
Sin embargo, la escuela pública sigue siendo entre nosotros un problema más que una solución. ¿Ha habido algún momento en que no haya sido así?
A pesar de los estereotipos históricos, España nunca fue diferente. Las celebérrimas Cortes de Cádiz trataron de implantar una educación pública moderna mediante la creación de un sistema educativo nacional. Tal voluntad aparece explícita en el Discurso preliminar a la Constitución de 1812, donde se señala que “uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública”. Que no se pudiera crear una escuela pública moderna obedece, en mi opinión, a las enormes resistencias que los partidarios del Antiguo Régimen opusieron a la modernidad política que Cádiz representaba, desempeñando un papel muy beligerante la Iglesia española, siempre nostálgica del viejo monopolio. Los siglos XIX y XX son el escenario de una lucha entre los partidarios de la modernidad política, y con ella de la escuela pública, y los que siempre se opusieron a ella. Este desigual combate, dirimido muchas veces por las armas, explica, a mi parecer, que mientras en Europa hoy nadie discute que la escuela pública sea la columna vertebral del sistema educativo y la escuela privada una puerta abierta a todos aquellos que deseen elegirla, sigamos sin tener una educación pública de calidad para todos sin discriminación alguna, ni económica, ni social, ni cultural, ni de género.
En septiembre de 2017 compareció usted en la Subcomisión parlamentaria para para un “Pacto Social y Político en Educación”. ¿Qué echó en falta? ¿Hacia dónde estima que va esta iniciativa política?
No es fácil hacer un juicio sobre la actuación de la Subcomisión ya que no existe información alguna sobre el proceso habido durante estos largos meses. Hasta el momento, los que hemos comparecido ignoramos el tratamiento interno sobre la abundante información que ha recibido. En mi caso, yo comparecí en nombre del colectivo Lorenzo Luzuriaga para exponer nuestra opinión y nuestras propuestas acerca de los problemas que plantea un nuevo pacto de Estado. Ya hemos dicho que las sucesivas leyes que desarrollaron este artículo, lejos de haber conseguido una interpretación acordada por los principales partidos, consolidó dos políticas antagónicas para la educación. No hubo acuerdo en la aplicación de los valores constitucionales del art. 27, inclinando la balanza en algunas leyes hacia unos valores en perjuicio o detrimento de otros y alterando el equilibrio del pacto constitucional mediante la aritmética electoral. Este desacuerdo es el que ha producido una inestabilidad legal insoportable con consecuencias devastadoras para la enseñanza y para el prestigio de la educación.
Un pacto como la Subcomisión pretende precisaría revisar el art. 27 de la Constitución, de manera que se garantizara fehacientemente el equilibrio de los derechos de igualdad y de libertad protegidos en dicho precepto. Pero el camino de la reforma constitucional será probablemente largo y dificultoso, por lo que mientras ese proceso se realice es preciso abrir otras vías de diálogo y de consenso que sirvan para recomponer un clima de mayor acercamiento mediante acuerdos concretos que mejoren el sistema educativo. Los posibles pasos debieran ser un acuerdo previo sobre el diagnóstico de la educación en España, serio y riguroso; un acuerdo sobre los puntos débiles del sistema que hay que mejorar; un acuerdo sobre las políticas de reforma encaminadas a fortalecer el sistema educativo y a resolver los problemas detectados. Por último, los principios derivados de esos acuerdos podrían incorporarse a una ley consensuada que defina la arquitectura básica del sistema educativo y, en su momento, integrarse en la reforma constitucional del art. 27.