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“No seré una mujer libre mientras siga habiendo mujeres sometidas.
Nuestro silencio no nos protegerá”
(Audre Lorde. Escritora afroamericana, activista por los derechos civiles de las mujeres)
Ignoro si llevar a juicio a quienes pronunciaron estas frases es lo más acertado; tal vez lo merezcan, para eso está la ley; pero la libertad de expresión es un valor que no debemos arrinconar en los despachos de la judicatura. El terrorismo machista negado por la extrema derecha ha sido el detonante de un nuevo fenómeno de la lucha de clases. Pero el machismo patológico no se cura en los tribunales, sino con la educación.
Las masivas manifestaciones reivindicativas de las mujeres a nivel mundial del 8 de marzo de 2018 fueron un éxito histórico; una movilización solidaria por la igualdad. No han faltado voces reaccionarias de quienes estaban preocupados por el alcance de tales manifestaciones; a este le han pretendido poner la sordina del fracaso. A esas plañideras voces –en latín voz se dice VOX– hay que recordarles que la mejor venganza fue el triunfo masivo de las manifestaciones; me viene a la memoria esa ingeniosa frase de que “el único lugar donde el éxito viene antes que el trabajo es en el diccionario”. La columnista del periódico británico The Guardian, especialista en temas feministas, Jessica Valenti, afirmaba que, si el feminismo no fuera tan potente, la gente no se esforzaría en menospreciarlo; lo sostenía para explicar la feroz confrontación que soporta el feminismo cada vez que se manifiesta. Conseguir lo que en estos últimos años está consiguiendo el movimiento feminista ha sido el duro trabajo de “muchas mujeres” durante muchos siglos, pues los éxitos hay que juzgarlos por el sacrificio, la lucha, el trabajo y el tiempo que se tarda en conseguirlos. Con sana ironía lo decía Thomas Jefferson: “Yo creo bastante en la suerte. He constatado que, cuanto más duro es el trabajo, más suerte tengo”.
Apuntaba certeramente Luis Pastor, ese vallecano que llevaba la música y la canción en sus entrañas, reivindicando la libertad y la igualdad como derechos necesarios para la dignidad e identidad de las personas, imprescindibles para que fueran posibles, en aquellos años reivindicativos de la dictadura, al inicio de la transición democrática, en su álbum Nacimos para ser libres: “En esta nave en que vamos, se necesitan remeros, el pueblo es la libertad, el capitán es el pueblo. Un grano no hace granero, pero ayuda al compañero”. Y añado: un copo de nieve es muy frágil, pero se puede convertir en un alud cuando se junta con otros.
Cualquiera que sepa un poco de historia sabe, como decía Marx, que el progreso sería imposible sin la figura femenina
Analizado con perspectiva de futuro el cambio en Andalucía, hay quien augura, con la entrada en la política parlamentaria de “patriotas y salvadores ecuestres”, un retroceso político de derechos y libertades. Bien saben las mujeres por la historia que los derechos no se regalan, se conquistan, y que, “si quieres llegar a un destino nadie lo hará por ti, eres tú quien te llevará a donde tú quieres ir”. Si te puedes sentar a la sombra de un árbol es porque alguien lo plantó hace tiempo; si disfrutamos de algunos derechos es porque se han conseguido con el trabajo de otros. ¡Qué ingeniosa razón tenía ese cartel que portaban algunas de las manifestantes en aquel 8 de marzo!; hacía patente una realidad que permanecía oculta: “Si nosotras paramos, se para el mundo”. Cualquiera que sepa un poco de historia sabe, como decía Marx, que el progreso sería imposible sin la figura femenina. Que la igualdad entre hombres y mujeres, plasmada en la legislación, fuese real y efectiva era una de sus exigencias más evidentes.
Leí el manifiesto de la convocatoria; entre sus justificadas denuncias, subrayo su párrafo final: “Denunciamos la justicia patriarcal que no nos considera sujetas de pleno derecho. Denunciamos la grave represión y recortes de derechos que estamos sufriendo. Exigimos plena igualdad de derechos y condiciones de vida, y la total aceptación de nuestra diversidad. ¡Nos queremos libres, nos queremos vivas, feministas, combativas y rebeldes! Hoy, la huelga feminista no se acaba: ¡Seguiremos hasta conseguir el mundo que queremos!”.
Dignidad y justicia
Quien tenga dignidad y memoria, quien valore la justicia y sienta como suyas estas denuncias, desde la solidaridad y el compromiso por la igualdad de derechos, no puede entender ni debe aceptar y mucho menos dejar de reivindicar cuanto denunciaba el Manifiesto. Hay que reconocer que las mujeres han asumido con éxito sus responsabilidades históricas y han gritado con este eslogan transformador: ¡Ni un paso atrás! Hay razones para ello. En apenas 12 meses de aquella manifestación, la derecha, unida a la ultraderecha casposa, pretende retornar al pasado: ¿cómo?, entre otras inaceptables propuestas, liquidando la Ley contra la Violencia de Género y sustituyéndola por una Ley de Familia.
El pasado 20 de enero, en la convención ideológica del PP celebrada en Ifema, su presidente Casado –un político que culpa al espejo cuando su rostro no le gusta–, con el populismo de los sentimientos, frases emotivas que entusiasman a quienes usan poco la razón y falsean la historia y la elocuencia del teleprónter, convocó a los suyos a “volver” a las esencias. Utilizó precisamente ese verbo «volver»; no para dar un paso atrás, sino decenas de años de retroceso, en cuyo final del túnel está la figura acartonada de Aznar. ¡Aznar ha vuelto con toda la mierda que el personaje significa! Aznar, un político que, al contrario de lo que decía Paul Bryant, actúa así: “Cuando algo resulta mal, ustedes lo hicieron. Y cuando algo resulta realmente bien, yo lo hice: ¡yo soy el milagro!”. Aznar vuelve y Casado dice que el PP es el futuro. ¡Qué ironía, qué oxímoron! Se escoran a la derecha más rancia y se definen como “el centro”. Con un eufemismo engañoso y el cinismo con el que arenga a los suyos, incluyó “la violencia de género” en otro genérico y equívoco de “violencia doméstica”.
Pretende Casado que las mujeres comprometidas por la igualdad de derechos sean tan sumisas y le aplaudan como lo hicieron los dóciles militantes que escucharon en Ifema su retrógrado y anticuado discurso, sin comprender apenas lo que decía; un discurso tan anticuado como aquel que quiere resolver un problema matemático utilizando el ábaco y no la calculadora. Lo decía el expresidente de Uruguay, José Mujica: “El poder no transforma a las personas, simplemente las muestra como son”.
Si la incertidumbre política auspiciando un deterioro económico alimenta el pesimismo a los directivos mundiales en Davos, temiendo por sus expectativas empresariales, debido al auge de los nacionalismos y populismos a ambos lados del Atlántico, ¿por qué se extrañan de que los ciudadanos, en especial las mujeres en lucha por conquistar derechos secularmente negados en esta sociedad globalizada, estén preocupados por la pérdida de derechos y libertades que se avecinan de mantenerse en el poder Trump, Bolsonaro, Salvini, Le Pen, Orbán, Kaczynski o Abascal…, políticos sin complejos que utilizan la mentira y la explotan para llegar al poder y asfixiar la vida de los demás? Pretenden recuperar el poder al ver que colectivos, como el feminista por derecho propio, quieren empoderarse, ser libres y decidir su futuro.
Como señalaba en el título de estas reflexiones, frente a la violencia de género, además de la justicia, la mejor solución es la educación. No me refiero solo a la educación reglada que imparten los sistemas educativos en los centros escolares, sino a aquella que se transmite en la totalidad de la sociedad y que compete a toda la ciudadanía, sea cual sea su condición: familias, políticos, judicatura, empresarios, movimientos sociales, medios de comunicación… En la forja de esa moral ciudadana, una pieza clave es la educación. Existe un consenso generalizado de que la educación juega un papel importante en el mundo y, según el Programa PISA, realizado por la OCDE, su mejora debe ser una prioridad de todos los gobiernos y de toda la sociedad. Pocos dudan de la relación que existe entre los sistemas educativos y el desarrollo social, político y económico de los países.
Los términos “educar” y “enseñar” entran en conflicto cuando no tenemos conciencia clara de qué es exactamente lo que queremos conseguir y a quién corresponden ambas cosas
La estabilidad y el inmovilismo son la peor respuesta para una sociedad que necesita urgentemente cambios, pero en la buena dirección; una educación factor de orientación y brújula para navegar por un mar extraordinariamente abierto y sin caminos previamente trazados, resaltando su importancia como eje fundamental del desarrollo y mantenimiento de la democracia de un país. Frente a los numerosos desafíos del porvenir, la educación constituye un instrumento indispensable para que la humanidad pueda progresar hacia los ideales de paz, libertad y justicia social. Como afirmaba el expresidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, en el informe La educación encierra un tesoro, el gran desafío de la democracia es la educación. La democracia es fundamentalmente educación; tiene una dimensión social tan extraordinaria que de ninguna manera puede darse una transformación de la sociedad si no es a través de la cultura y la educación.
En ese marco educativo, instalado en el corazón de la sociedad, la violencia de género, si no imposible, sería impensable. Era el objetivo de esa necesaria asignatura que intentaba educar en valores: “Educación para la ciudadanía y los derechos huma-nos”. La intransigencia adoctrinadora de la jerarquía católica y el sectarismo ciego del PP con el desafortunado ministro Wert, la suprimieron del sistema educativo con la LOMCE. De ahí que haya que intentar todo lo que se pueda y se sepa para hacer de la educación el gran valor social. Con acierto preguntaba Eric Fromm: “¿Por qué la sociedad se siente responsable solamente de la educación de los niños y no de la educación de todos los adultos de todas las edades?”. Y completaba otro gran educador, el anciano Pablo Freire: “En la vida, todos nos educamos a todos”.
La pregunta es obligada: ¿qué espera la sociedad de la educación?, ¿consiste en la mera transmisión de conocimientos o su principal misión es formar para la ciudadanía en democracia? Considero un error pensar que en casa se educa y en la escuela se enseña. Los términos “educar” y “enseñar” entran en conflicto cuando no tenemos conciencia clara de qué es exactamente lo que queremos conseguir y a quién corresponden ambas cosas. Es importante tener claro que para enseñar se precisa “saber”, para educar se precisa “ser”. Para enseñar hay que saber algo, para educar hay que saber vivir. Se enseña con la palabra, se educa con la vida.
Entre las recomendaciones de la Declaración de Incheon sobre la educación adoptada en el Foro Mundial de la Educación en Corea del Sur, en mayo de 2015, firmadas por más de 164 países, entre ellos España, se dice:
“Reconocer la importante contribución de la educación, así como la función de todo gobierno para impulsar el compromiso político, por encima del interés económico, en pro de la educación. La vida de los ciudadanos se transforma mediante la educación como motor principal del desarrollo y para la consecución de los demás objetivos y derechos. La educación es un bien público, un derecho humano fundamental y la base para garantizar la realización de otros derechos”.
Termino con una frase de Harriet Tubman, una esclava que arriesgó su vida para ayudar a otros esclavos a huir hacia la libertad: “Liberé mil esclavos, y podría haber liberado a mil más si hubiesen sabido que lo eran”. Pues esa es, nada más y nada menos, una de las misiones del movimiento feminista y de toda la ciudadanía: liberar a la sociedad de esa perversión instalada en el corazón del hombre que es la violencia de género; principalmente, mediante la educación.