En nuestro caso, vamos a centrar la mirada en otro lado, pues la situación que vivimos pone también en el escenario carencias relativas a la formación permanente del profesorado, y lo hace en un doble plano: por un lado, las que se refieren a una insuficiente formación de los y las docentes para abordar una enseñanza no presencial, en la que de repente se hace imprescindible mantener la comunicación con el alumnado y articular los procesos de enseñanza-aprendizaje exclusivamente por medios telemáticos; por otro, las que tienen que ver con la necesaria actualización de los sistemas de formación permanente, tanto en lo relativo a contenidos como, especialmente, a sus recursos, organización y normativa.
Intentaremos analizar brevemente en estas líneas algún aspecto de ambas problemáticas, por otro lado, muy relacionadas entre sí.
Carencias de la formación docente
En cuanto a las carencias en la formación docente, se ha escrito mucho, en efecto, sobre la insuficiente formación en las tecnologías del aprendizaje y el conocimiento que se ha puesto de manifiesto estos días. Sin embargo, esta situación está poniendo de relieve, en mi opinión, carencias formativas mucho más importantes que las relativas al manejo de recursos digitales, especialmente en determinados sectores del profesorado.
Una parte significativa de los docentes continúa anclada, en lo que se refiere a metodologías didácticas y evaluación, en prácticas muy tradicionales, que nos remiten a la sempiterna trilogía clásica: explicación magistral de contenidos, aprendizaje memorístico y evaluación mediante exámenes orientados a la devolución de información. No es de extrañar, por tanto, que la directriz de las administraciones de realizar en este periodo una evaluación estrictamente
formativa (como en su día la de realizar evaluaciones intermedias exclusivamente “cualitativas”) genere cierto desconcierto en una buena parte de docentes, al carecer de estrategias y herramientas para tal cosa.
La calificación es, como sabemos, una mera derivada administrativa de un proceso mucho más amplio y rico, el de evaluación, cuya naturaleza es radicalmente educativa, como parte sustancial que es de los procesos de enseñanza-aprendizaje.
Sin embargo, la absoluta identificación de evaluación y calificación sigue muy presente en muchos de nuestros centros, de la mano de prácticas docentes muy alejadas de las metodologías activas y participativas, promotoras de la reflexión crítica y el diálogo, que nuestra normativa propugna.
Cambiar eso, en mi opinión, debería ser la tarea prioritaria de la formación permanente, sin perjuicio de avanzar en el uso y conocimiento de las herramientas digitales, que, sin duda, han llegado para quedarse. En otro caso, estaríamos empezando la casa por el tejado.
Adaptación al contexto actual
El segundo plano se refiere a la necesidad de adaptar las propuestas y modalidades formativas a lo que requiere el actual contexto educativo, algo que de modo tan evidente ha puesto de manifiesto esta coyuntura excepcional.
La trasposición a la formación permanente de esa metodología magistral a la que antes nos referíamos, plasmada en los tradicionales cursos presenciales a cargo de expertos, no parece ya, desde hace tiempo, la fórmula adecuada para mejorar la formación de las y los docentes.
Ella debe ir de la mano del desarrollo profesional, vinculándose al análisis de los problemas “prácticos” y a su reflexión en contextos colaborativos orientada a la mejora. El escenario ideal no puede ser otro que el de una formación entre iguales, de estructura horizontal, en la que se privilegian los procesos de reflexión compartida, de indagación a partir de la experiencia docente cotidiana, de elaboración y puesta en práctica de propuestas para su enriquecimiento y mejora; un escenario, en fin, que haga realidad ese lugar común de la relación entre la teoría y la práctica.
Esa línea de trabajo en la formación, plasmada en seminarios, grupos de trabajo e itinerarios formativos, debería abrirse a la posibilidad de ser desarrollada en esos espacios virtuales que ahora nos han resultado imprescindibles, así como a aprovechar el enorme potencial de las herramientas digitales que estamos usando cada vez más, adecuando, si fuera necesario, la normativa y las convocatorias públicas de actividades formativas.
Doble reto
Las carencias señaladas plantean por tanto un doble reto, que apela tanto al profesorado como a las instituciones de formación permanente. En el abordaje de ese doble reto todos los agentes tenemos nuestro papel y responsabilidad: las administraciones educativas deben disponer una normativa lo suficientemente actualizada y flexible, y ofrecer los recursos humanos y materiales suficientes para hacer posible el impulso y acompañamiento de esos procesos formativos; las instituciones debemos articular propuestas de formación relevantes, verdaderamente transformadoras y orientadas a la mejora de las prácticas profesionales, no solo desde el punto de vista de un mayor conocimiento de recursos digitales y un acceso eficaz a ellos, sino sobre todo de su uso en un contexto de metodologías didácticas y prácticas de evaluación realmente formativas e inclusivas, orientadas a un aprendizaje relevante para la vida del alumnado.
Los y las docentes debemos exigir con fuerza esos recursos, pero también asumir el reto ético de formarnos para una mejora constante de nuestra labor profesional.