El valor de las lenguas de signos en tiempos de pandemia

El día 12 de marzo a última hora de la mañana recibíamos la noticia. El Lehendakari, Iñigo Urkullu, comunicaba el cierre de los centros escolares vascos. Esta medida, prevista en inicio para 14 días, acabó convirtiéndose en un confinamiento de 3 meses.

Pero llegó septiembre y con él la vuelta a las aulas, lo que supuso la llegada a un escenario especialmente hostil para un grupo de alumnos y alumnas en concreto, el alumnado sordo, con discapacidad auditiva y sordociego. Es en este universo de bocas tapadas donde las lenguas de signos demuestran ser, una vez más, la herramienta más potente para salvar los obstáculos a los que se enfrenta este colectivo. Y es que la cuestión de los instrumentos que uno posee cobra especial relevancia en los momentos de crisis, ya que es entonces cuando podemos valorar si los medios que nos dieron nos sirven realmente para salir adelante. 

En la atención al alumnado con sordera cada enfoque, cada perspectiva, otorga a los individuos unas herramientas distintas. Las estrategias de aproximación son tan heterogéneas como el colectivo al que van dirigidas.  Existen alumnos y alumnas con diversos grados de pérdida auditiva que optan por medidas de apoyo a la comunicación oral que permiten el acceso a la información auditiva, con más o menos éxito dependiendo del caso, pero para quienes casi siempre la información obtenida a través de la lectura labial es fundamental. Y hay otro grupo, también muy diverso, que es el de alumnos y alumnas quienes, independientemente de su nivel de audición y utilización complementaria de medidas técnicas de apoyo, optaron por el aprendizaje de una lengua de signos. Familias que entendieron que faltandoles a sus descendientes, en mayor o menor grado, la audición, más les valía adquirir una lengua exclusivamente visual y accesible, en la que pudieran comunicarse, informarse, aprender y comprender sin depender del sentido del oído. Y entre unos y otros todos los tonos de gris que representa la heterogeneidad de la que antes hablábamos.

Lamentablemente las lenguas signadas, a pesar del reconocimiento legal del derecho a su uso y aprendizaje, distan mucho de contar con el estatus de sus hermanas, las lenguas orales. Y es que el papel todo lo soporta, pero en la práctica y salvo honrosas excepciones, no se contemplan dentro del currículo más que como sistema de apoyo para el aprendizaje de las lenguas orales. Siempre un medio y nunca un fin en sí mismas. En el caso del País Vasco, se recoge el uso de la lengua de signos como lengua vehicular en el caso de alumnado signante,sin embargo, no así como materia de enseñanza-aprendizaje y la provisión de intérpretes de lengua de signos no se contempla hasta etapas postobligatorias. Esto tiene como consecuencia que nos encontremos en etapas superiores con un gran número de jóvenes con muchas dificultades para  acceder al aprendizaje en una lengua que nunca les enseñaron ex professo, suponiendo éste un obstáculo más de los múltiples que han de superar para finalizar con éxito sus estudios. 

Ello obliga al alumnado sordo y con discapacidad auditiva a apoyarse significativamente no sólo en su resto auditivo, en caso de tenerlo, sino en la lectura labial, malabarismo sincrónico, para acceder a conceptos nuevos, nuevos aprendizajes, palabras que desconocen, explicaciones que nunca han recibido, nueva información. Porque eso es lo se hace en la escuela, acceder a nuevos conocimientos, siempre y cuando, claro, uno cuente con las herramientas adecuadas.

Pero de pronto, llega una pandemia mundial que nos obliga a invisibilizar el movimiento de nuestros labios, la mitad de nuestra expresión facial, que atenúa la vibración de nuestra voz y nos deja más sordos que nunca.  Y entonces, los ojos se desplazan de la tela que ocupa el lugar de aquellos labios que debían desambiguar si lo que oímos era “masa” o “pasa” y vagan en busca de una pista, de una señal, de un signo. Y sólo quienes tuvieron la oportunidad de aprender son capaces de comprender ese movimiento en las manos del intérprete que dibujan en el espacio cómo un objeto (“móvil” le llama la profe de física) se deja caer, o se lanza, unos dedos que deletrean MRUA, Movimiento Rectilíneo Uniformemente Acelerado, la sonrisa en unos ojos que están acostumbrados a comunicarse más allá del sonido. Y es cierto que la suplementación del movimiento labial requiere del profesional tirar de ingenio y darle un par de vueltas a la tuerca, pero para eso estamos. Mientras, los demás siguen inmersos en el silencio.

Y el mercado comienza a ofrecer soluciones alternativas, mascarillas accesibles, pantallas transparentes, todo con la finalidad de rescatar nuestras bocas del confinamiento del textil opaco, de volver a oir los labios , porque hay multitud de personas sufriendo de incomunicación, personas cuya comprensión del mundo depende de que esos labios sean visibles. Pero como en casi todo, la accesibilidad va a remolque de lo demás, y aunque hay un sin fin de artilugios con certificaciones y “homologaciones” de lo más diversas, aún no hay ninguna mascarilla transparente o accesible que suponga suficiente protección para aquellas personas que las utilizan en las circunstancias que solemos tener en las aulas  y nos vemos en la obligación de elegir entre accesibilidad o salud.

Tal vez, si de toda esta experiencia fuéramos a aprender algo, consideraríamos más pronto que tarde el valor de las lenguas signadas. Si lo hubiéramos hecho como la legislación que tan alegremente nos otorgamos contempla, hace ya más de diez años que las lenguas de signos serían una asignatura más en el currículo a ofrecer, no sólo al alumnado sordo, sino a sus compañeras y compañeros, al profesorado, al personal que trabaja en todos aquellos servicios que ofrece la Administración Pública. Y sí, nos seguirían faltando las sonrisas de labios, las palabras silentes, pero como me dijeron una vez, no sería un problema tan grave.

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