Tres deberían ser los grandes objetivos del nuevo gobierno: reducir los insoportables niveles de pobreza y desigualdad; regenerar la vida democrática; y resolver el conflicto catalán de forma negociada y partiendo de una reforma federal del Estado. La educación, además de palanca para la igualdad y la formación de ciudadanos críticos, debe servir para construir un nuevo modelo productivo para la economía conocimiento.
Los resultados de las elecciones del 20 de diciembre tienen una primera lectura claramente positiva si las situamos en el contexto político europeo. Mientras que en muchos países de la UE los principales partidos emergentes se sitúan entre la derecha y la extrema derecha; mientras que, en Francia, el Frente Nacional gana votos, elección tras elección, hasta convertirse en el partido más votado; mientras que muchas de las nuevas formaciones políticas beben en las fuentes ideológicas de los nacionalismos y los populismos antieuropeístas; mientras que los gobiernos de Victor Orban, en Hungría, o el de Ley y Justicia de Jaroslaw Kaczinski, en Polonia, vulneran con sus leyes y sus decisiones los valores democráticos de la UE; mientras sucede todo eso, en España los partidos emergentes -Podemos y Ciudadanos- que han puesto en cuestión el bipartidismo imperfecto que surgió de la transición son partidos democráticos, totalmente alejados de las peligrosas tendencias que ensombrecen la política europea.
El fin del bipartidismo, sin que esto haya supuesto un hundimiento de las dos principales formaciones -PP y PSOE- a pesar de sus fuertes pérdidas, también es un hecho positivo. Los vicios que ha generado forman parte del cuadro de deterioro del sistema político español surgido de la Transición y de la Constitución de 1978.
Sin embargo, al tiempo que las elecciones han expresado el deseo de los españoles de un mayor pluralismo político que obliga a formar coaliciones de gobierno, han generado un mapa político cuya aritmética las hace difíciles, al menos las dos más naturales -la del centro y la derecha y la del centro izquierda y la izquierda-. Con el agravante, de que los nacionalismos periféricos, ahora ya secesionistas en Cataluña, siguen teniendo la llave de algunas de las posibles combinaciones de gobierno.
No obstante, hay que hacer dos reproches a casi todos los partidos políticos, antes y después del 20D. El primero, por las grandes lagunas en los programas y los debates electorales. Las más importantes, a mi juicio, fueron las referidas a la política europea e internacional y a las propuestas concretas para resolver el conflicto de Cataluña. La cuestión catalana ha vuelto a reactivarse tras la constitución del gobierno de coalición independentista y, por otro lado, un choque serio con las instituciones de la UE, que no se han apeado de las fracasadas políticas de austeridad, le vendrá encima al nuevo gobierno en cuanto se forme.
El segundo gran reproche es que, cuando se cumplen seis semanas del 20D en el momento de escribir estas líneas, todavía no se han iniciado conversaciones para construir ningún tipo de programa de gobierno. Hemos vivido un período demasiado prolongado de maniobras tácticas ayunas de contenidos políticos que se relacionen con los problemas que el gobierno deberá enfrentar. Confío en que los partidos se percaten de que no pueden seguir así mucho tiempo más. Fracasar a la hora de conformar un programa de gobierno por no poder resolver sus diferencias políticas es asumible, pero que lo que sería imperdonable es que nos llevaran a unas nuevas elecciones -que probablemente producirían un parecido mapa electoral- sin haber puesto en práctica, con seriedad, la voluntad de construir una coalición de gobierno coherente. Esto añadiría nuevos factores de inestabilidad en un momento muy complicado de la situación política interna, europea e internacional.
Grandes objetivos para un cambio necesario
Tres deberían ser, a mi juicio, los grandes objetivos de un programa de gobierno progresista. El primero, reducir fuertemente la pobreza y la desigualdad, además de restaurar los derechos laborales y sindicales perdidos, en particular los que han debilitado seriamente la negociación colectiva. En segundo lugar, regenerar y vivificar la vida política española, con medidas contundentes y eficaces contra la corrupción y fomentando la participación de la sociedad civil en la vida política democrática. El tercero, buscar una solución dialogada al conflicto planteado por el independentismo catalán que, a pesar de no ser mayoritario, ha logrado un arraigo importante; una solución que garantice la integridad territorial de España.
Este último objetivo, pero también los anteriores, al menos en algunos aspectos, requieren de una reforma de la Constitución de 1978. No pienso en la apertura de un proceso constituyente, pienso en su reforma. La Constitución ha prestado un buen servicio a la democracia española y tiene aspectos avanzados que habría que conservar. Se trataría de realizar una reforma que establezca un nuevo modelo territorial, basado en el federalismo, y que incorpore la garantía de la realización efectiva de los derechos económicos, sociales y políticos fundamentales, así como las bases de la regeneración democrática.
La lucha contra la pobreza y la desigualdad deberían informar todo el cambio de rumbo de la política económica, de las políticas sociales y de la educativa. La gestión de la crisis, realizada bajo los dictados del ordoliberalismo alemán -convertido en la ideología en materia de economía política de las instituciones europeas- ha producido severos estragos sociales en nuestro país. Las políticas de austeridad y devaluación interna son doblemente criticables: por producir estos efectos y por haber fracasado en términos de crecimiento económico (compárese la evolución de Europa y los EE UU al respecto).
En aumento de la desigualdad, el comportamiento de España ha sido mucho peor que el de Grecia, Portugal, Rumania o Bulgaria, lo que dice mucho de la negativa aportación de factores y políticas nacionales. Hemos pasado, en muy pocos años, de estar en la parte media del ranking europeo de la desigualdad en la distribución de la renta a figurar en los puestos de cabeza.
Para revertir esta situación hay que comenzar por promover un crecimiento sostenible de la economía y el empleo, basado en los dos factores que dinamizan la demanda interna: la inversión y los salarios. La actuación sobre los salarios tiene que tener un efecto redistribuidor. Hay que subir el SMI hasta al menos 800 euros y restaurar la fortaleza de la negociación colectiva, donde se produce el reparto primario de la riqueza, para lo que hay que derogar la reforma laboral de 2012. La prestación de ingresos mínimos para las personas que carecen de ellos completaría las actuaciones en el nivel primario.
Los resultados de las elecciones del 20 de diciembre tienen una primera lectura claramente positiva si las situamos en el contexto político europeo
La importancia de una fiscalidad justa y de la armonización fiscal europea
Actuar contra la desigualdad en el nivel secundario es, ante todo, plantearse una reforma fiscal que restaure la suficiencia y la progresividad de nuestro sistema impositivo y emprender una acción contundente contra el fraude y la elusión fiscales. Terminar con el enorme desfase de los ingresos públicos de España respecto a la media europea (6,6 puntos de PIB menos que la media de la UE y 7,2 puntos respecto a la media de la zona euro, en 2014) y a los países más avanzados (19,6 puntos de PIB menos que Dinamarca) es la única forma de lograr el equilibrio fiscal sin tener que afrontar nuevos recortes de gasto que incidirían muy negativamente, de nuevo, en el crecimiento. Habría que negociar -desde un amplio consenso y con la voluntad de establecer alianzas en Europa- una ampliación de los plazos para alcanzar el equilibrio fiscal, hasta el momento de que los efectos combinados del crecimiento y la reforma fiscal permitieran hacerlo sin recortes.
La vuelta a una política europea activa de España debería contribuir a la armonización fiscal de la UE, empezando por la zona euro, y a reforzar el frente de Estados dispuestos a luchar en serio contra el fraude y la elusión fiscales y los paraísos fiscales en Europa. Si es inaceptable el dumping fiscal que practican diversos Estados de la UE, es intolerable, política y moralmente, seguir permitiendo la colaboración de numerosos gobiernos europeos con las multinacionales para que éstas no paguen impuestos o para mantener paraísos fiscales bajo jurisdicción de Estados de la UE, bien conectados con la red mundial de los paraísos del dinero negro y la economía criminal. Responsables de lo uno o de lo otro son, entre otros: Reino Unido, Irlanda, Luxemburgo, Holanda o Bélgica.
La contribución a la reducción de la pobreza y la desigualdad en el nivel secundario también tiene que realizarse desde el lado del gasto: en prestaciones sociales y en los servicios públicos fundamentales. Habría que centrarse en educación, sanidad, dependencia, y protección al desempleo. Y, por supuesto, en políticas activas de empleo. Reforzar la universalidad, la gratuidad y la calidad de los servicios públicos y el carácter público de su gestión, contribuirá también a la lucha contra la desigualdad.
La educación como arma de futuro
La educación es una palanca fundamental para la igualdad y para construir una sociedad de individuos libres, autónomos y críticos. También lo es para generar el capital humano que haga de la economía española una economía basada en el conocimiento, con un modelo productivo que genere un alto valor añadido. La competitividad de nuestra economía tiene que basarse en aumentos de la productividad generados por la capacidad de innovación, buena gestión empresarial y participación de los trabajadores, y no en los bajos salarios, que es adonde pretenden seguir confinando a España algunos tecnócratas y políticos europeos. Por eso hay que colocar la inversión en educación y en I+D+i como objetivos prioritarios de la política española.
Finalmente, habría que derogar la LOMCE, la peor y más inútil ley educativa de la democracia, para construir, esta vez sí, un Pacto de Estado por la Educación, al que pudieran sumarse el mayor número de fuerzas políticas y sociales y, por supuesto, aquellas que representan a la comunidad educativa.
Acabar con la corrupción o reducirla a su mínima expresión no tendría que ser tan complicado. Hay que tener la voluntad de cumplir y hacer cumplir la ley. Y aplicarse en ello. Para que la voluntad no desfallezca hay que acompañarla de mecanismos de transparencia y control abiertos a la ciudadanía. En todas las esferas de funcionamiento de las administraciones, pero de forma especial en las contrataciones y en las decisiones urbanísticas. Regeneración democrática también tendría que significar reforma de la ley electoral y fomento de una democracia más participativa.
La educación es una palanca fundamental para la igualdad y para construir una sociedad de individuos libres, autónomos y críticos
El inmovilismo del gobierno del PP ha ayudado a quienes pretenden separar Cataluña de España, de modo unilateral, al margen de la Constitución y de las leyes, y sin contar con lo que ha opinado la mayoría de la población de Cataluña. Lo primero sería restablecer el diálogo y formular una propuesta que sirviera para un nuevo encaje de Cataluña en España. Esta propuesta lógicamente afectaría a todas las comunidades autónomas y debería llevar, a través de la reforma constitucional, a un nuevo modelo territorial que, a mi juicio, no puede sino basarse en el federalismo. No hay que tener miedo en hablar de federalismo asimétrico. Ya lo es el actual Estado de las autonomías en cuestiones como la fiscalidad, las políticas lingüísticas o las policías autonómicas. Lo único que no es aceptable, tanto en el modelo autonómico como en el federal, es que haya privilegios fiscales o que los derechos fundamentales garantizados por la Constitución no afecten por igual a todos los españoles. Aunque las fuerzas políticas secesionistas rechazaran una propuesta de esta naturaleza, serviría para trabajar en pro de un acuerdo que pudiera ser refrendado por una mayoría de los catalanes y de los españoles.
Los partidos a los que los electores hemos dado la responsabilidad de formar gobierno deberían ser conscientes de que más allá de la buena gestión de los asuntos más urgentes, si se quiere reforzar la cohesión entre los pueblos, nacionalidades o naciones -tanto me da el término que se use- tienen que ser capaces de formular un proyecto común renovado para una España socialmente más justa y políticamente más democrática y honesta, dentro de una Europa en la que esos valores vuelvan a presidir sus decisiones.