Te puedo discriminar porque eres de otro país, de diferente sexo, diferente orientación sexual, migrante, de otra etnia, tienes alguna discapacidad, otra posición social, tienes ideas políticas y/o religiosas diferentes a las mías, porque eres mucho mayor o mucho más joven que yo, tu cultura y costumbres son distintas… Todo me sirve, cualquier excusa es buena. En el fondo, no es más que miedo y, por lo tanto, rechazo la diferencia.
Pero no todo es malo en mí. A veces, no muchas, me visto de “discriminación positiva”: es cuando favorezco a alguien por pertenecer a un grupo que sufre exclusión, para crear una sociedad más equilibrada.
Ya, ya sé que, según el artículo 7 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todas las personas tienen derecho a igual protección contra toda discriminación, sea por el motivo que sea. Y que la ONU intenta erradicarme en las sociedades de los países miembros, pero no se lo voy a poner fácil. Mi aliada es la falta de educación y la ignorancia, que no tienen en cuenta que existe una diversidad humana que se debería respetar.
Sin embargo, hay alguien que podría hacerme desaparecer: la educación inclusiva, que busca garantizar el derecho a una educación de calidad para todas las personas. Una educación universal que se adapte a todas las necesidades, eliminando las barreras que limitan el aprendizaje o la participación. La escuela podría ser un lugar equitativo, sin desigualdad ni discriminación para garantizar el aprendizaje. Pero, y esta es mi baza, para conseguirlo hace falta voluntad social y política, esfuerzo, ilusión y medios. ¿Crees que es posible?