«Todos nosotros sabemos algo.
Todos nosotros ignoramos algo.
Por eso, aprendemos siempre»
– Paulo Freire
Nada de lo que podamos leer o interpretar en la obra de Freire nos es ajeno hoy. Diríamos que, más cercanos en el tiempo y desde una interpretación personal, los desafíos para educar con una mirada crítica, como él proponía promoviendo los avances observados en la materia pedagógica, son puestos en tela de juicio con una inusitada fuerza desde finales de los años 80 y principios de los 90 por la extensión de las políticas neoliberales, ya presentes en el ADN conservador desde hacía décadas, pero que irrumpieron con toda su fuerza, tras la implosión-explosión del denominado bloque del socialismo real.
Este fenómeno se da como línea divisoria entre el Estado del bienestar en decadencia y el «estado neoliberal de las cosas», qué encontró las condiciones ideales para avanzar en profundidad, conquistando el sentido común de las ideas y las acciones de una sociedad, sin la necesidad, muchas veces, de golpes de Estado y mediante el voto popular.
Es aquí que las organizaciones de trabajadoras y trabajadores docentes comienzan a dar una gran batalla por mantener a la educación como un derecho inalienable de las personas desde su nacimiento, pues, producto de este avance feroz que viene por todo, la privatización y la oferta educativa es presentada a sus futuros clientes como un producto de consumo más, en donde si quieres calidad, deberás pagar por ella. Comienza así, de esta manera, una dura batalla por preservar hasta hoy a la educación como un derecho y no como una mercancía a obtener en la oferta del llamado mercado educativo; dicho en palabras más claras, salvar a la educación de la voraz mercantilización.
Este fenómeno tuvo y tiene su impacto más directo y profundo en el sector de la educación superior, por los volúmenes millonarios de dinero potencialmente disponible para las empresas del sector, conjuntamente con las formas de organización social del trabajo y de los fundamentos teórico-prácticos de las economías dominantes. Es fácil reconocer como esta concepción de cómo gestionar los sistemas educativos permea también, de una forma u otra, a los demás subsistemas de la educación, poniendo en las manos de los sectores privados lo que debería ser una responsabilidad de los Estados.
Sabemos sobradamente de la necesidad de impulsar políticas de Estado consensuadas con las organizaciones representativas de la sociedad, que expresen las necesidades reales de nuestros pueblos y naciones. Aquí en este punto central que hemos señalado, de nuevo Paulo Freire se nos aparece con el concepto preclaro de lo que él denomino, en la Pedagogía del Oprimido, como la educación bancaria. Es aquí donde se señala con claridad la necesidad del diálogo y la comunicación, como un proceso consciente, cargado de discernimiento, que sustituya la idea y la práctica de concebir al estudiante como un recipiente que debe ser llenado con la sapiencia que, a priori, determinamos cuál debe ser.
Obviamente esto refiere principalmente a las prácticas pedagógicas que buscan sustituir la educación frontal, en donde el profesorado escribe, dicta, ordena…, por una educación que se puede y debe construir entre todas las partes, aprovechando las potencialidades que nos permiten las propias necesidades del proceso de enseñanza y aprendizaje. Quizás, el trabajo más complejo en la tarea docente sea identificar adecuadamente estas necesidades en tiempo y forma. De nuevo rescatamos de Freire la idea de cómo mejorar esa percepción y su pertinencia mediante la mejor pedagogía que podamos desarrollar, que es la que surge de la crítica de nuestra propia práctica cotidiana, dentro y fuera del aula, junto a la comunidad educativa.
Mientras que las declaraciones ministeriales del área y los compromisos de los gobiernos en los años 90 nos regalaban una prosa muy constructivista de la educación, al mismo tiempo generaban reformas educativas concebidas desde arriba, como la otra cara de la moneda de un sistema que no termina de animarse a dar el salto de calidad. Esta situación nos sigue interpelando hoy. Los avances detectados, las marchas y contramarchas, dependen mucho de las ideologías de los gobiernos de turno. Lejos estamos todavía de conseguir políticas permanentes a largo plazo, que permitan gradualmente acercarnos a un acto educativo, despojado de los intereses indebidos, de los grupos económicos y/o político-partidistas.
Sabedores de algunas críticas recibidas a la obra de Freire sobre ciertas ingenuidades en sus planteamientos iniciales, que el mismo de algún modo admitió, lo confirma como un proceso vivo y en curso, que además estará siempre estará cargado inevitablemente de las construcciones previas que lo han precedido, en la búsqueda de cumplir con esta enorme tarea que implica la labor de educadores y educadoras, en el sentido más amplio del término.
Quiero expresar respeto y agradecimiento a quienes comparten este compromiso expresado por Freire con los más débiles y con aquellas personas que son invisibilizadas cada día, en sus necesidades básicas insatisfechas. Creo firmemente que, a través de la defensa de una educación pública al servicio de nuestros pueblos y naciones, nos fortaleceremos como sociedad en su conjunto, en un planeta que hoy reclama soluciones globales ante problemas que percibimos como locales, para así poder revertir la ecuación fatal de la concentración de la riqueza y el conocimiento en muy pocas manos, convirtiendo la necesidad de más y mejor calidad democrática en un imperativo de vida.