Desde marzo, con el confinamiento, cuando cerraron los centros educativos, he crecido mucho. Aunque hace tiempo que existo, mi aumento durante este tiempo ha sido brutal, y me encanta, porque con más facilidad obtengo grandes resultados. A distancia, y en cualquier momento, puedo acosar a varias personas a la vez, de forma instantánea, y soy muy duradero, porque lo que cuelgo en las redes se queda ahí para siempre y cualquiera puede verlo y compartirlo. Así, mis víctimas me sufren en todo constantemente, de forma permanente, estén donde estén, y, además, sin saber quién soy, porque los medios digitales permiten el anonimato.
Les provoco ansiedad, depresión, problemas de conducta, estrés, pérdida de autoestima, enfermedades psicosomáticas, problemas de sueño…, pudiendo llegar incluso al suicidio. Con frecuencia dejo secuelas psicológicas y emocionales más o menos permanentes. Como no veo la cara de mis víctimas, no llego a sentir empatía con ellas. Disfruto planeando los actos e imaginando el daño que hago, aunque en realidad no vislumbro el resultado… o lo hago parcialmente.
Mi gran enemiga es la educación. Con un sistema que promueva los valores de igualdad, tolerancia y resolución de conflictos de forma no violenta, yo quedaría muy debilitado, pudiendo incluso desaparecer.
Pero eso no parece que vaya a ocurrir en un futuro inmediato. Al contrario, cada vez soy más fuerte. Y es que cuento con una gran cantidad de cómplices: quienes me ven y me comparten, y quienes no denuncian, quienes miran para otro lado, a veces por falta de empatía con mis víctimas y, a veces, la gran mayoría de las ocasiones, por miedo a convertirse también en foco de mi atención. Así, día a día, me fortalezco.