Me refiero al centenario del nacimiento del gran educador popular brasileño Paulo Freire y a la publicación, en 1970, de su obra más emblemática e influyente en el ámbito de la educación, Pedagogía del oprimido, y al cincuenta aniversario de la publicación del libro Teología de la liberación. Perspectivas, del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, que dio lugar al nacimiento de una de las corrientes teológicas más creativas de la historia bimilenaria del cristianismo: la teología de la liberación.
Ambos libros han sido traducidos a numerosas lenguas del planeta y cuentan con muchas reediciones en cada idioma, lo que revela la influencia transcultural y transreligiosa de ambas disciplinas en permanente interacción. Los dos autores y las nuevas tendencias teológicas y pedagógicas fueron objeto de sospecha por parte del poder político y del religioso, con frecuencia en complicidad. Paulo Freire fue desterrado por la dictadura militar brasileña. Gustavo Gutiérrez fue puesto bajo sospecha y sometido a un proceso doctrinal y la teología de la liberación fue condenada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, órgano del Vaticano encargado de velar por el mantenimiento íntegro del depósito de la fe, que debe ser acatado sin argumentar.
Ambos fenómenos nacieron en el Sur en plena sintonía ideológica, convergencia metodológica, afinidad conceptual, objetivos comunes, orientación similar y remando en la misma dirección. Los dos surgieron en el contexto de la irrupción del Sur, tanto geográfico como global, en la historia como sujeto de su propio destino haciendo frente al imperialismo que hasta entonces dominaba a los gobiernos y los pueblos imponiéndoles un modelo político opresor. El contexto era el de las dictaduras militares en numerosos países de América Latina, que buscaron su justificación en la ideología de la Seguridad Nacional, cuyo objetivo era la defensa de la civilización cristiana que, decían, el comunismo intentaba eliminar imponiendo un régimen ateo en todo el continente.
Importante influencia tuvo en la Pedagogía del Oprimido y la Teología de la liberación la teoría de la dependencia, crítica del modelo desarrollista impuesto por el Norte al Sur. Esta teoría demostró que la causa del subdesarrollo de los países del llamado Tercer Mundo era precisamente el desarrollo del Primer Mundo por su apropiación de las materias primas y de la imposición de leyes comerciales extorsionadoras de los países subdesarrollados.
Cabe destacar también la influencia del marxismo, pero no el ortodoxo y dogmático vigente en el este europeo, que desembocó en las dictaduras comunistas, sino el marxismo humanista, crítico y utópico, bajo la influencia del intelectual peruano Mariátegui, aplicado a la realidad latinoamericana. Un marxismo como teoría y práctica de la revolución en su perspectiva ética conforme a la tesis XI de Marx sobre Feuerbach: “Hasta ahora los filósofos se han dedicado a interpretar de distintas formas el mundo. De lo que se trata ahora es de transformarlo”.
No menos importante fue el cambio de lugar social de los diferentes sectores cristianos: laicos, laicas, sacerdotes, religiosos, religiosas, obispos, teólogas, teólogos, comunidades eclesiales de base, con su inserción y militancia en los movimientos de liberación y su mística de la resistencia en medio del cautiverio, poniéndose del lado de las mayorías populares oprimidas y apoyando los procesos revolucionarios.
Entre la Pedagogía del Oprimido y la Teología de la liberación se dio un mutuo enriquecimiento desde el principio. Paulo Freire siempre se confesó cristiano y durante casi una década trabajó en el Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra, en proyecto educativos de África. “No soy teólogo”, afirmaba, “sino un hechizado por la teología, que marcó muchos aspectos de mi pedagogía”. Fue el artífice de puentes de diálogo y colaboración entre ambas disciplinas. Defendió la teología latinoamericana de la liberación, que contrapuso a la teología del desarrollo, vigente el Europa, pero sin apenas presencia en América Latina. Tenía la convicción de que el Tercer Mundo podía convertirse en una fuente inspiradora del resurgir teológico, como así fue. Ambas disciplinas cuestionaban la neutralidad y defendían sus implicaciones políticas, sociales y económicas críticas del capitalismo y favorables al socialismo.
A su vez, Gustavo Gutiérrez reconoció que la pedagogía de Freire era “uno de los esfuerzos más creadores y fecundos que se han hecho en América Latina” y la asumió como metodología en su nueva manera de hacer teología, porque permite el tránsito “de una conciencia ingenua que no problematiza, sobreestima el tiempo pasado, tiende a abusar de explicaciones fabulosas y busca crear una conciencia crítica, ahonda los problemas, es abierta a lo nuevo, sustituye las explicaciones mágicas por las causas reales y tiende a dialogar”.
Ambas compartían el mismo proceso de concientización: de la conciencia intransitiva y pasiva a la activa, de la conciencia ingenua a la crítica, de la activa y crítica a la conciencia transformadora y revolucionaria. Este proceso tiene como objetivo hacer tomar conciencia al sujeto oprimido de su propia opresión, de que se trata de una opresión estructural y colectiva, y convertir a las personas y grupos humanos oprimidos en sujetos de su propia liberación a través de la praxis transformadora. En dicho proceso se pretende evitar que la gente oprimida, una vez liberada, proyecte sobre el opresor actitudes de odio y venganza. La liberación es, por tanto, doble: de los oprimidos y de los opresores, ya que en ambos tiene lugar la pérdida de la humanidad.
La ubicación social de la teología de la liberación y de la pedagogía del oprimido son las personas y los colectivos empobrecidos, generados por los diferentes sistemas de dominación: el capitalismo, el colonialismo, el patriarcado, el racismo, la explotación de la naturaleza, pero no para mantenerlos en una especie de reserva de gente oprimida, sino para ofrecerles las herramientas adecuadas que les permitan salir de dicha situación. En el caso de la teología de la liberación, las personas y los colectivos empobrecidos, oprimidos, constituyen el lugar epistemológico y social de la reflexión y del juicio ético.
Ellacuría habla de las mayorías populares y de los “pueblos crucificados”. El papa Francisco habla de la “cultura del descarte”, que se promueve desde los diferentes poderes, que desemboca en “necropolítica”, según la certera palabra de Achille Mbembe. No estamos, por tanto, ante un fenómeno de explotación y opresión, dice el pontífice, sino de intencionada exclusión, de situar fuera a las mayorías populares, de colocarlas en la periferia. “Los excluidos no son ‘explotados’, sino desecho, población sobrante”, afirma en la encíclica La alegría del Evangelio (n. 53).