La situación inédita en la que una enfermedad obligó a paralizar buena parte de nuestra actividad puso a prueba la capacidad de resistencia de las sociedades contemporáneas, que –al menos en Occidente– llevábamos décadas sin enfrentarnos a una experiencia global tan traumática como la vivida. El valor del trabajo, de los servicios públicos y de los recursos comunes fueron determinantes para enfrentar la catástrofe. El suministro de bienes básicos como los alimentos, la atención en los servicios públicos, el ejemplar funcionamiento del personal educativo para garantizar la presencialidad segura en las aulas, la ingente cantidad de recursos que a través de los ERTE han salvado millones de puestos de trabajo y decenas de miles de empresas…, son una mínima colección de ejemplos del valor insustituible del trabajo y de que la sociedad se construye desde lo colectivo.
Creo que no es autocomplacencia decir que el sindicato ha estado a la altura de lo acontecido. Desde nuestro papel en las mesas de diálogo social que han llegado a acuerdos para que, por primera vez, la caída de la economía no se haya traducido en una destrucción proporcionalmente mucho mayor que el empleo, hasta la negociación de protocolos de incorporación segura a puestos de trabajo; o la enorme cantidad de horas de dedicación a atender a las miles de consultas ante las incertidumbres laborales de todo tipo… Todas estas acciones son parte de la respuesta sindical a una situación desconocida.
Pero hay poco tiempo para mirar atrás, aunque sea a un pasado tan reciente. CCOO afronta la parte final de nuestro proceso congresual con objetivos que podemos ubicar en estos parámetros.
El primero es continuar la recuperación de derechos laborales y sociales, deteriorados desde la gestión de la anterior crisis, y por muchos años de políticas desreguladoras y privatizadoras. El acuerdo en materia de pensiones –eliminando las medidas que hubieran hecho caer drásticamente las prestaciones del futuro– debe ser el primero de los que refuercen esa recuperación. Especialmente el que reconfigure nuestra legislación laboral para reforzar la negociación colectiva, estabilizar el empleo, postergar la opción de los despidos en las empresas y habilitar nuevas formas de intervención sindical (en materia de igualdad, gobierno de la digitalización, distribución de los tiempos de trabajo, etc.).
Nuevo contrato social
Revertir las reformas del austericidio debe ir acompañado de una mejora de nuestros servicios públicos. Y por extensión de un refuerzo de la responsabilidad pública para suministrar servicios, garantías y certidumbres ante contingencias adicionales a las de salud y educación, tales como la atención a las situaciones de dependencia, el envejecimiento de la población, la sostenibilidad medioambiental, la formación y cualificación a lo largo de toda la vida laboral. No perdamos nunca de vista que, aunque en la pandemia se ha hecho el mayor esfuerzo económico en protección social ante una crisis, son muchísimas las situaciones de necesidad y exclusión que perviven.
Y para ello hay que mejorar la suficiencia fiscal de nuestro país. España no puede resignarse a estar siempre entre 6 y 7 puntos del PIB por debajo de la media de la Unión Europea en recaudación fiscal. Los poderes públicos deben tener palancas financieras para condicionar también las políticas económicas. La utilización de los fondos de recuperación europeos han devuelto a la actualidad un debate que algunos querían encerrar en el baúl de los recuerdos: el de las políticas de desarrollo y prospección sectorial, la planificación inherente a la gestión eficiente de recursos públicos, concebir la colaboración público-privada no como una mera forma de acceso parasitario de empresas o lobbys a recursos comunes, sino como un quid pro quo que movilice recursos privados y donde el Estado codetermine –al menos– las estrategias de inversión y compromisos respecto al empleo.
En definitiva, estamos hablando de la necesidad de rehacer un contrato social para el siglo XXI, que tiene que partir de algunas de las viejas aspiraciones del movimiento obrero (trabajo con derechos y distribución primaria de la riqueza a través de los salarios, fiscalidad justa y redistributiva, servicios públicos), pero que debe incorporar nuevas realidades, producto de procesos como la digitalización creciente de la actividad económica (y su capacidad disruptiva sobre cómo fijar condiciones laborales), o la transición a una economía baja en emisiones de CO2 que va a modificar buena parte de las cadenas de valor en la producción de bienes y servicios. En esta modificación, en cierta manera se vuelven a “tirar los dados” sobre cómo estructurar esas cadenas de valor y España debiera tratar de situarse mejor tras la experiencia de lo que supone un proceso de desindustrialización, y una posición totalmente subalterna en las decisiones de los emporios económicos del mundo.
Deterioro de las clases medias
En la última década se han deteriorado las condiciones de vida de buena parte de lo que algunos llamaban “clases medias”. Pero, y esto es importante, se han deteriorado las expectativas de vida de casi toda esa clase media, y se han proletarizado las de las personas con rentas más bajas. Y buena parte de la pugna política de fondo es cómo “se cose” esa ruptura. La opción del nuevo contrato social solo es una de las opciones.
La otra es la de avanzar en una sociedad despiadada, privatizada, individualista y hedonista. El neoliberalismo ha instalado en el sentido común contemporáneo las bases para que estas ideas se materialicen. La emergencia del nuevo fascismo 4.0 da respuestas alternativas al contrato social mediante el señalamiento del culpable: el migrado, el pobre, la mujer feminista. La emergencia del trumpismo castizo igualmente da alternativas mediante la trampa fiscal, la privatización como opción de segregar para la mayoría (escuela concertada, políticas urbanísticas, aseguramiento sanitario o de la pensión como alternativa a los sistemas públicos, previa y conscientemente deteriorados tales servicios públicos). Y estas dos corrientes confluyen en una cuando levemente sienten amenazada su posición de dominación.
Ante esta situación, la batalla cultural juega también un papel para CCOO, porque defender un modelo laboral determinado, vinculado a la negociación
colectiva y la agregación de intereses de clase, es mucho más que una cuestión de funcionalidad sindical. Es apostar por modelos de integración y de conciencia de clase compartida, incluso desde la diversidad del actual mundo del trabajo y la empresa.
Acción sindical
La formación y cualificación de la actividad sindical es clave. Tratar de comprender las dinámicas económicas, empresariales o sociales, dan sentido a nuestra acción sindical. Acción sindical que además es más compleja cuando debemos abordar los retos de impulsar políticas de igualdad en los centros de trabajo, de desarrollo de itinerarios formativos, o de negociar alternativas a la precariedad contractual o los despidos a través de formas de adaptación de la jornada de trabajo y su distribución, que se determinarán también mediante algoritmos. Tener competencias sindicales en estos terrenos no puede quedar al albur de la experiencia que vayamos acumulando como sindicalistas o el recurrente “cada maestrillo tiene su librillo”, sino que hay que sistematizar planes de formación sindical no solo para responsables y “cuadros” sindicales, sino para el conjunto del activo sindical.
Hay que incorporar a CCOO a los trabajadores y trabajadoras que ocupan los nuevos empleos precarizados y mercantilizados. El fetiche digital se ha convertido en una coartada para acelerar y profundizar en la “externalización de riesgos empresariales” convertido en un auténtico paradigma del capitalismo postfordista. Contratas y subcontratas, falsas cooperativas de trabajo asociado, colchones de temporalidad, empresas multiservicios, ETT, falsos autónomos o trabajadores/as de plataformas, no son más que distintas fórmulas para endosar riesgos (laborales, fiscales, medioambientales, de salud laboral, etc.) desde las partes fuertes de las cadenas de generación de valor de las empresas, a las parte débiles o debilitadas y, finalmente, a la clase trabajadora. Y ahí CCOO ha ido dando respuestas, a veces más eficaces y otras menos, que tenemos que seguir impulsado en el futuro. La última etapa respecto a los riders (Ley Rider, negociación de los primeros convenios colectivos, huelga de Glovo en Barcelona) son la prueba de que se hace camino al andar, pero que el camino es largo.
Pero siendo todos estos elementos y retos claves para CCOO, no perdamos de vista que su consecución depende en gran medida de la correlación de fuerzas que seamos capaces de alcanzar. Nuestro sindicato es la mayor organización de España, es cierto. 974.471 personas afiliadas, de las que el 46,5% son mujeres; primera fuerza sindical con más de 94 mil delegadas y delegados elegidos en procesos de elecciones democráticas; 5.637 secciones sindicales constituidas; presencia entre representantes o personas afiliadas en centros de trabajo donde se concentra el 51% del empleo de nuestro país; un nivel de financiación con recursos propios del 83%.
Esta simple aproximación de datos da idea de la dimensión organizativa de CCOO, pero también de los amplios márgenes que tenemos para que esa red sindical tenga un efecto multiplicador sobre nuestra afiliación y poder sindical.
El desarrollo organizativo es una estrategia decisiva para CCOO. Pretende la mejor utilización de recursos, así como implementar sistemáticas de trabajo, compartido y cooperativo, para ser más útiles, fiables y más moldeables a la diversidad de situaciones en las que hoy se sustancia la acción sindical.
Nuestra Confederación está compuesta por un número de organizaciones que le permiten tener la suficiente masa crítica como para poder desarrollar un proyecto sindical solvente. Es cuando desde el todo se baja a lo concreto de las provincias, las comarcas o la delimitación territorial que exista en cada caso, cuando los recursos pueden no ser suficientes. La línea de trabajo debe ir en la idea de “generar escala” a través de la cooperación y la utilización racional de los recursos, incluso su mancomunación, cuando la realidad concreta lo aconseje.
Un sindicato que se reclame de clase es consciente de que hay partes de esa clase trabajadora con mayores posibilidades objetivas de generar espacios de poder sindical y contractual, y recursos para hacerlos valer. Y a la vez, que hay partes de esa clase debilitada, precarizada, y con la imposibilidad de generar acción sindical y poder contractual de forma endógena en su propio espacio de trabajo (a veces incluso inmaterial). Por eso hay que poner en relación
las partes fuertes del sindicato y de la clase, con las partes débiles o debilitadas del mundo del trabajo. CCOO debe integrar lo que la empresa (o la Administración pública) desintegró. Si no, todo lo dicho en la primera parte del artículo se queda en retórica. Y un sindicato puede ser cualquier cosa, menos retórica.