La anterior crisis económica, que comenzó a finales de la década de los 2000, supuso enormes recortes tanto en el sistema educativo como en el sanitario, entre otros. El presupuesto educativo actual, en euros reales, sigue por debajo del de 2009. Son más de 50.000 millones de euros los que las administraciones educativas han dejado de invertir desde entonces: miles de docentes interinas/os fueron despedidas/os cuando la jornada pasó de 18 a 20/21 horas –las 18 horas lectivas aún no se han recuperado en algunas comunidades autónomas–, ciertos programas de compensación, como el PROA, desaparecieron durante más de un lustro, las becas compensatorias disminuyeron y los precios de las matrículas universitarias se incrementaron.
Otros efectos palpables de la austeridad los encontramos en la gestión “externalizada” de la limpieza y mantenimiento de los centros, los caterings que sustituyeron a las cocinas en los colegios –con los menús del Telepizza de la Comunidad de Madrid durante la pandemia como ejemplo más palpable–, la gestión de programas complementarios a través de empresas o entidades “sin ánimo de lucro”, etc. Cuando los servicios se resentían por estos recortes, la respuesta neoliberal siempre fue la misma y, lejos de reconocer sus efectos concretos en la vida de las personas, fueron utilizados para tratar de demostrar la ineficacia de lo público.
Elemento de consumo
En el campo educativo, el principal cambio cultural promovido por el neoliberalismo consiste en abandonar la concepción de la educación como un derecho universal de cualquier persona pasando a considerarla como un elemento más de consumo. Para ello, es necesaria la existencia de consumidores –las familias– que deben poder elegir entre los distintos productos. De ahí la insistencia en la autonomía pedagógica y en la gestión de los centros como un elemento que permite la diferenciación de los productos ofertados en el cuasimercado escolar.
La educación debería garantizar la igualdad de oportunidades para las y los estudiantes. Sin embargo, el alumnado procedente de las clases populares, de familias con menos recursos y capital cultural, sigue fracasando en mayor medida que el procedente de capas socialmente acomodadas. La aplicación de esas políticas de mercado basadas en la concepción de la familia como un consumidor consciente no ha hecho sino aumentar la brecha escolar –y social– entre quienes nada tienen y aquellos a los que no les falta nada.
La irrupción de la pandemia de la COVID-19 demostró las limitaciones del sistema de gestión neoliberal. Es por todas y todos conocido el caso de las residencias de ancianos concertadas en la Comunidad de Madrid, por poner un ejemplo. En la enseñanza, llevar a su mínima expresión las plantillas docentes ha puesto en riesgo la viabilidad del servicio público educativo, que solo se ha mantenido en pie por la extraordinaria respuesta militante del profesorado.
Aprovechar la oportunidad
Como decíamos, la brecha social, cultural, tecnológica y académica entre el alumnado de origen socialmente desfavorecido y el procedente de las clases altas no ha hecho sino incrementarse desde marzo de 2020. Lo característico de este momento histórico es que, por primera vez en mucho tiempo, esta brecha ha sido objeto de debate, esto es, se ha visibilizado en los grandes medios y ha dejado de ser analizada como un problema individual de algunos alumnos y alumnas que se justifica en su falta de motivación. Debemos aprovechar la oportunidad y hacer pedagogía para explicar que la solución a problemas estructurales, como el del fracaso escolar, pasa por dotar a la escuela de una dimensión compensadora de la desigualdad social.
Es necesario incrementar la inversión educativa, situar en el centro del debate el horizonte de una inédita –en nuestro país– inversión del 7% del PIB en la educación y, también, con la fuerza de los hechos de nuestro lado, superar las grandes batallas culturales que la derecha nos tiende como trampas –como las guerras de banderas– y elaborar un programa progresista que entierre la austeridad neoliberal blindando el sistema público de pensiones, salud y educación, y extendiéndolo en todo lo que tenga que ver con los cuidados.
Para ello es imprescindible reconstruir el discurso de la izquierda, disputar la hegemonía ideológica y poner en el centro del debate el concepto de lo público y de lo común. Estamos en la zona cero de esa toma de conciencia.