Ese dato incuestionable se basa en un hecho objetivo: el 40% del empleo temporal del tejido productivo español, dos de cada cinco puestos de trabajo eventuales, se han transformado en ocupaciones con contrato indefinido. La cifra de personas afiliadas a la Seguridad Social está ya por encima de los veinte millones y la de asalariadas indefinidas, por encima de los diez.
No hay duda. Estos datos son una consecuencia absolutamente directa y palpable de la reforma laboral. Antes de ella, la media de contratación indefinida en nuestro país a duras penas alcanzaba el 10%; de hecho, en la mayoría de las ocasiones se situaba entre 8% y 8,5%. Nada más aprobarse la reforma laboral empezamos teniendo datos de contratación indefinida del 15% en enero, elevamos a un 22% en febrero y alcanzamos más del 30% en marzo. Justo a partir de ese mes, que es cuando la reforma laboral ya ha desplegado toda su potencialidad en materia de contratación, hemos alcanzado casi el 50% de los contratos indefinidos. No hay ningún referente, ninguna cifra en la serie histórica, precedente conocido ni ningún vuelco en la contratación temporal como el que ha propiciado la reforma laboral en cuatro meses de existencia. Esto es cambiar el paradigma del mercado de trabajo, y un primer paso para la transformación de la cultura empresarial española de la contratación laboral, que se caracteriza por un miedo atávico al contrato indefinido.
Aquellos que entendían que tras la reforma había humo están viendo seguramente uno de los humos más densos y que ha propiciado el mayor cambio cultural de la historia de nuestro país en materia de estabilidad en el empleo. Estos “críticos” tendrán también que dar una explicación a ese millón ochocientos mil trabajadores que han abandonado la trampa de la precariedad gracias a esa reforma.
Pues, efectivamente, la precariedad y la temporalidad son la verdadera anomalía y lacra de nuestro sistema laboral, y son los elementos perniciosos que la reforma laboral combate de forma más decidida. Precariedad y temporalidad que llegaron con la transición y, concretamente, con los Pactos de La Moncloa de 1977, que, junto con el mantra de la «moderación salarial», trajeron la liberalización del despido, y el Estatuto de los Trabajadores, que en 1980 avaló la contratación temporal para cubrir necesidades de mano de obra fija.