Unas evaluaciones de este tipo deberían servir para valorar el funcionamiento del sistema educativo. Pero es que, antes, deberíamos fijar para qué o qué fines debe perseguir el sistema educativo. Estos vienen establecidos en el frontispicio de la LOE (modificada por la LOMCE), artículo dos, el cual comienza por reproducir el fin de la Educación, que es una transcripción del recogido en el artículo 27.2 de la Constitución, que, a su vez, traslada el artículo 26 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.
Desarrollo integral de las personas y de su felicidad
El núcleo, por tanto, del fin que deberían tener estas evaluaciones debería ser comprobar en qué medida el sistema educativo contribuye a que todas las personas desarrollen plenamente su personalidad y sus capacidades. Y podríamos ir más allá preguntándonos para qué queremos desarrollar nuestra personalidad y nuestras capacidades, y probablemente la respuesta más directa y completa sería que para ser felices. Siguiendo este razonamiento, las evaluaciones externas deberían servir para comprobar y poner los medios para que el sistema educativo contribuya al desarrollo integral de las personas y de su felicidad.
Sin embargo, es necesario analizar qué miden estas evaluaciones y por qué se han ganado el título de “reválidas”. Para empezar, la de 3º de Primaria se tendrá en cuenta especialmente para la promoción a 4º, según la LOMCE. También será un referente la de 6º de Primaria, y la final de 4º de ESO supondría la obtención del propio título básico del sistema educativo español, nada menos, si bien, debido a las generalizadas protestas, se la ha desprovisto de esta función. En cualquier caso, estamos hablando de pruebas de calificación de contenidos concretos en el marco de un currículo absolutamente ineficaz para un aprendizaje real y significativo, abigarrado y bastante absurdo, que consigue torturar al alumnado y al profesorado.
Esto nos lleva a preguntarnos si realmente estas pruebas sirven para comprobar si el sistema educativo ha contribuido eficazmente al desarrollo integral de las personas y a su felicidad, y es evidente que la respuesta es no: solo sirven para medir unos conocimientos concretos y extremadamente parciales de un currículo sin sentido. Si son individualizadas, nos conducen inexorablemente a una clasificación de las personas, de los centros, de las zonas… Igual sucede con la evaluación final de Bachillerato, reconvertida en mero filtro inicial e inapropiado para el acceso a la Universidad.
Podríamos decir que las evaluaciones externas impuestas por la LOMCE, aun habiendo sido desposeídas de su faceta más dura y descarnada gracias a la contestación de la gente, sirven solo para clasificar al alumnado en primer lugar, también a los centros y, con ellos, al profesorado, y decidir su progresión e incluso expulsión del propio sistema que, se supone, debería estar al servicio de su desarrollo y de su felicidad. De ahí que merezcan el calificativo peyorativo de “reválidas” u obstáculos a temer. Y esta, aunque no es la única, es razón más que suficiente para desterrar las evaluaciones de la LOMCE.