Un sistema educativo de calidad no puede permitirse cronificar la temporalidad, el envejecimiento de las plantillas y la falta de inversión en formación permanente, entre otros.
En cuanto a la temporalidad, es claro y manifiesto que las plantillas deben gozar de una mayor estabilidad tanto por condiciones laborales como por permanencia de los proyectos de los centros. Pero, además, no es asumible que en cada “crisis”, pasó en la de 2008 o el curso pasado cuando la Covid irrumpió en nuestras vidas, se decida prescindir del profesorado en primer lugar.
Entre 2011 y 2014 se jubilaron casi 55.000 docentes y las limitaciones en la tasa de reposición, que fueron en 2011 del 30% y entre 2012 y 2014 del 10%, supusieron la amortización de 46.492 plazas. La consecuencia no fue solo la reducción de los puestos de trabajo y del tamaño de las plantillas, sino que se cambió la estructura del empleo y se incrementaron las tasas de temporalidad, que en Pública no universitaria pasaron del 18% en 2010 al 26% en 2017.
La firma del I y II Acuerdo para la mejora del empleo ha llevado consigo un sustancial aumento de la oferta de empleo público. Han sido un total de 88.605 plazas de las cuales todavía quedan 28.501 por ejecutarse este año y que habrían permitido reducir la temporalidad a niveles de 2010, de no ser por la irrupción de la Covid-19.
Pero es que durante los meses de confinamiento, con centros educativos cerrados, las plantillas sufrieron un importante recorte. Las administraciones educativas decidieron que no era necesario sustituir al personal docente, ya que no se estaba desarrollando atención física al alumnado, como si la educación se hubiese parado y no se estuviese realizando a distancia, con mucho esfuerzo del profesorado.
Si atendemos a los datos de la Seguridad Social, durante los meses de marzo a junio de 2020 hubo una disminución de 17.436 afiliados y afiliadas a la Seguridad Social. Si se compara con la media de los cinco cursos anteriores, en abril, mayo y junio se produjo un descenso importante. Es decir, ni sustituyeron en el inicio de la pandemia ni lo hicieron en los meses posteriores.
Y esto, sin duda, es una muestra de que las administraciones educativas han configurado un tipo de política de personal basado en la temporalidad de las plantillas y con los resquicios de las prácticas en gestión que durante la crisis económica fueron elevadas a normativa, RDL 14/2007, en las que sustituir al personal es un aumento de gasto y no una inversión en el sistema.
Otro aspecto que la pandemia ha puesto de manifiesto es la necesidad de formación permanente del profesorado. Enfrentarse a un reto de estas características requiere de una formación específica en algunos aspectos pero, fundamentalmente, en aquellos que tienen que ver con el “aprender a aprender”. Reinventarse, como hizo el profesorado durante los meses de la educación a distancia, requirió un esfuerzo mayor por las políticas de recorte en formación del profesorado que venimos arrastrando desde 2009.
Si bien en el curso 2009-2010 la inversión en formación permanente de profesorado era, a nivel estatal, de 269.833.500 euros, en el curso 2015-2016 había disminuido a 139.754.000, momento de máximo recorte. Tres años después (2018-2019) se revirtió mínimamente llegando a los 152.500.000. En un ejemplo más concreto, se ha pasado de invertir 380 euros a 209 en formación permanente por docente.
Sin duda, es una política totalmente errónea que debe invertirse por parte de las administraciones educativas en los próximos presupuestos. Para recuperar los niveles de hace 12 años, se requiere una inversión de, al menos, 134 millones de euros.
Además, hay otro aspecto que se debe abordar y que tiene que ver con el envejecimiento de las plantillas. La OCDE establece como composición óptima de las plantillas la que da 0,5 como resultado de dividir el número de docentes menores de 30 años por el de mayores de 50 años. Es decir, debería haber un docente menor de 30 años por cada dos mayores de 50. En el caso de España, esa ratio es de 0,15, uno de cada siete, por lo que es evidente el envejecimiento de las plantillas.
Desde 2009 este cociente ha ido disminuyendo progresivamente desde el 0,31 hasta el 0,15 del curso 2017-2018, es decir, en 2009 había 3 docentes menores de 30 por cada 10 mayores de 50 años, mientras que en 2018 había 1, muy lejos de los 5 de cada 10 que tendría que haber de manera óptima.
Si bien la ratio es significativa, más impactante resulta si la traducimos en el número de plazas que deberían ser ocupadas por menores de 30 años. En 2009 deberían haber estado ejerciendo 67.117 docentes menores de 30, pero la realidad es que en el Estado solo había 42.099, es decir, 25.018 docentes menos de los necesarios.
En 2018, tras el desplome del profesorado menor de 30 años y el envejecimiento de las plantillas, el número óptimo de docentes debería haber sido de 92.074, es decir, 63.738 menores de 30 años más de los que hay en la práctica, que alcanza apenas los 28.336. La contratación de este número de profesionales permitiría, a la vez, reducir las ratios de alumnado por grupo a 15 en Educación Infantil, 20 en Educación Primaria y 25 en ESO, y conllevaría una inversión de algo más de 2.700 millones de euros.