No todo es fácil ni placentero, es cierto, pero el ser humano es capaz de transformar el mundo, su entorno vital, para gozarlo, pelearlo y conseguir su mejora.
Cuando se presenta una situación como la actual se levantan todas las alertas. Pero eso está ocurriendo permanentemente, olvidándose casi con la misma rapidez con la que nos impresionamos ante ella. Parece poco racional y poco humano que se den reacciones como estas. Mucho sentirlo, pero poco tomar las medidas necesarias para que no se repita.
Siempre se responsabiliza a la educación de los desenlaces fatales en la población de edad escolar. Y es verdad que desde este ámbito es imprescindible tomar las medidas, de todo tipo, para evitar el acoso en todas sus facetas, por supuesto. Y también adoptar posiciones educativas que no solo se dirijan a corregir lo que ya ha sucedido, sino que se incorporen a la educación en valores o en creación de hábitos de convivencia que favorezcan una pedagogía del cuidado que impregne todas las actuaciones institucionales. Hay que ir al fondo de la cuestión y no conformarse con actuaciones represivas, sino ofrecer un planteamiento educativo global que cambie las prioridades educativas. Es importante la instrucción, pero lo es más la educación, considerando, además, los tiempos inciertos que atravesamos, en los que la persona tiene que estar preparada para tomar decisiones esenciales en muchas situaciones vitales decisivas para su futuro.
Pedagogía del esfuerzo, trabajo cooperativo, atención a la diversidad, aprendizaje encaminado a la satisfacción a medio y largo plazo, respeto a las diferencias, convivencia en la diversidad, dominio de las habilidades “blandas” (comunicación, empatía, autoestima, resolución de conflictos…). En definitiva, un contexto institucional educativo basado en lo realmente importante de la educación, transversal por principio, que promueva y favorezca la convivencia inclusiva y que desemboque en la sociedad para todos que, al menos teóricamente, queremos.
Pero la educación sola no es omnipotente. Como bien dice el aforismo africano: “para educar a un niño es necesaria toda la tribu”. La sociedad tiene que colaborar activamente: familia, medios de comunicación (prensa, radio, televisión), ocio, lecturas, juegos digitales, cine, series, redes sociales, contenidos informáticos… Todo debe conformar un entorno amigable y deseable de ser vivido.
Sabemos que, en determinadas etapas del desarrollo, las relaciones con el grupo resultan fundamentales y, si estas fallan, el/la joven tiene que poder contar con alguien para salir adelante. Es uno de los principios fundamentales de la resiliencia. Niños y jóvenes en situaciones realmente catastróficas son capaces de superarlas y crecer gracias a la confianza en sí mismos que les ha prestado el apoyo de una persona adulta, de alguien que ha creído en ellos, los ha hecho conscientes de su valía y ha promovido la autoestima suficiente como para avanzar y triunfar en su vida. En ocasiones esa persona es un maestro, una profesora, pero no necesariamente; puede ser también un familiar, un conocido… Cualquiera con conciencia de la importancia que tiene cada persona en el mundo.
Pareciera que durante la pandemia el cuidado mutuo cobró un papel esencial en la vida que hasta ese momento no se había tenido en cuenta. Y hubiera sido deseable que se mantuviera en estos tiempos posteriores, al igual que otras muchas buenas y poco habituales costumbres que se recuperaron y que pensamos, todos, en no perder. Pero la memoria es débil y, ahora mismo, volvemos a vivir olvidando ese sentir de vulnerabilidad frente a la incertidumbre, actuando con la misma arrogancia de siempre, sin atendernos y sin reflexionar en las consecuencias que para algunos pueden derivar en la muerte.
Las redes sociales, por su parte, están jugando entre la adolescencia y la juventud un papel decisivo en su modo de abordar la vida presente y futura. Piensan que lo único que ocurre a su alrededor es lo que aparece en Facebook, en Twitter, en Instagram, en TikTok… No se dan cuenta de que eso es solo una parte de la vida, la que cada uno quiere mostrar…, pero en absoluto toda la vida, con sus ratos mejores y peores. Lo malo solo les ocurre a ellos. Los demás son totalmente felices, se desenvuelven en un entorno ideal, divertido…, lo cual deriva en sentirse más desgraciados que nadie, más infelices que toda la humanidad. Ese es el sentir de los jóvenes que, cuando no tienen una preparación idónea para afrontar la realidad, pueden tomar decisiones sin retorno.
A pesar de las ventajas indudables de las tecnologías de la información y la comunicación en su más amplio sentido, también hay que responsabilizarlas, paradójicamente, del incremento de la incomunicación: se está perdiendo la relación personal, cara a cara, esa comunicación imprescindible para el mutuo conocimiento, para el desarrollo social y afectivo, para el cultivo de las emociones positivas. En fin, que, como afirma Saramago: “El mundo se está convirtiendo en una caverna igual que la de Platón: todos mirando imágenes y creyendo que son la realidad”. Lo que enlaza directamente con ideas surrealistas, como la que nos evidencia Magritte cuando nos dice en el título de su cuadro: “Esto no es una pipa”. La clave no está en las TIC, sino en el uso adictivo que se hace de ellas.
Es urgente tomar conciencia de que toda la sociedad debe asumir su responsabilidad en la aparente realidad que estamos creando, y que influye decisivamente en la vida actual y futura de niños y jóvenes. Que todos tenemos algo que hacer para conseguir que situaciones trágicas como la que ahora comentamos no vuelvan a suceder. Hay que colaborar, no competir entre los distintos sectores sociales, si se quiere alcanzar un entorno amigable, una sociedad del cuidado, resiliente, que apoye a cada persona a vivir plenamente y sin acortar… toda su vida.