Independientemente de los motivos por los que surgen esos mensajes, que es materia de otro artículo mucho más extenso, lo preocupante de esta situación es el desgaste de la institucionalidad que se genera, más cuando su interés es evidentemente político –desestabilizar al Gobierno–. Y resulta muy peligroso, porque ese desgaste no cesa con un futuro y posible cambio de color en unas próximas elecciones, sino que se funde y confunde con la realidad para generar una profunda crisis de desconfianza. Además, por supuesto, de lo insultantes que resultan ciertas afirmaciones que aluden a heridas todavía abiertas, como la dictadura.
El auge del fascismo en el siglo XX comenzó su andadura por el mismo camino: intentar traducir el descontento de una nación en éxito político. Y la alarma actual está en la capitalización de una situación que, a ojos del discurso en auge, parece el fin de una era, aupado por la incertidumbre económica (después de la pandemia y con los conflictos vigentes), el descrédito de los partidos tradicionales y la falta de respuestas institucionales a los problemas cotidianos, el miedo ante el otro o los otros (inmigración, minorías, diversidad…), la crisis de valores, la inseguridad, el miedo y una serie de temores que movilizan más los apoyos viscerales que la lealtad política.
Es evidente que el panorama en 2024 es diferente al que vivimos hace 100 años, pero los factores de riesgo están ahí y la mecha está lista para arder. La radicalización de los mensajes y las ideas, la insalvable brecha entre la representación política parlamentaria, una fuerte inflación y, lo más grave, una sensación de que ya no hay nada que perder (mirar la Argentina de Milei), podrían provocar un desvío de fuerzas y levantar discursos más radicales que, en apariencia, ofrecerían todas las respuestas ante la deriva de España.
La responsabilidad tanto del Gobierno como de todos los partidos políticos es atender a ese descontento y canalizarlo hacia una vía pegada a las instituciones democráticas, las únicas capaces de frenar el avance de un discurso dañino, antes de que hayamos llegado a un punto de no retorno, donde peligren los avances en derechos y en igualdad que tanto nos ha costado conseguir.