Impacto del sexo y del género en la salud

A PESAR DE LA PROGRESIVA UTILIZACIÓN DEL TÉRMINO “GÉNERO” EN LAS CIENCIAS DE LA SALUD, aún existe una confusión generalizada y los conceptos “sexo” y “género” se usan, a menudo, indistintamente.

El sexo hace referencia a las características biológicas y fisiológicas que definen a hombres y mujeres, y que vienen determinadas por la naturaleza. La mayoría de las personas nacen con sexo masculino o femenino, mientras que el género se corresponde con los roles, conductas, identidades y valores construidos socialmente y que se asignan al hecho de ser hombre o mujer. Es, por tanto, una construcción social que se ha ido perpetuando como un dogma cotidiano invisible e ineludible.

La salud de hombres y mujeres es distinta y, sobre todo, desigual. Un amplio abanico de diferencias genéticas, hormonales y metabólicas desempeñan un papel importante en los distintos patrones patológicos según el sexo, pero estas diferencias biológicas son solo una pequeña parte de los factores que influyen en las diferencias en salud entre ambos sexos, siendo la división de género la que mayor impacto tiene, situando a la mujer en una posición de inferioridad, solo por el hecho de ser mujer. Esto se traduce en que las mujeres, más allá de enfrentar enfermedades relacionadas con nuestra biología, también nos enfrentamos a enfermedades cuyas raíces se encuentran en las condiciones de vida y de trabajo, que están claramente condicionadas por el género.

Las diferencias y las desigualdades de género, juntamente con la clase social, son las mayores causas de inequidades en la salud y en los servicios sanitarios. De hecho, las mujeres vivimos más años, pero tenemos mayor morbilidad e incapacidad, es decir, vivimos más años, pero con peor salud. Esta realidad se explica por la mayor prevalencia de trastornos crónicos en mujeres, provocados por las situaciones de sobrecarga física y emocional generadas por los roles de género, entre los que no podemos olvidar el impacto de la responsabilidad del trabajo doméstico y de cuidados al que la división sexual del trabajo nos somete, y que supone un aumento de las cargas de trabajo, unas menores posibilidades de descanso y un incremento de las situaciones de estrés generadas por las dificultades de responder a las demandas del trabajo asalariado y doméstico cuando aparecen de forma simultánea.

Sistema sanitario

Pero, además existen desigualdades injustas en el trato que hombres y mujeres recibimos por parte del sistema sanitario y que han sido evidenciadas por numerosos estudios, advirtiendo que, en general, se realizan mayores esfuerzos si los enfermos son hombres. Así, se ha observado que uno de los géneros tiende a acumular el uso de los recursos preventivos, diagnósticos y terapéuticos, aunque el problema de salud en cuestión se presente de forma comparable en ambos géneros, o incluso sea más frecuente en el género menos tratado. Son ejemplos de ello la mayor prescripción de artroplastias en hombres, a pesar de las mayores prevalencias de artropatía en mujeres; las diferencias en el manejo de exacerbaciones en neumopatías, como la Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica, o el desigual esfuerzo terapéutico en mujeres con infarto agudo de miocardio. Incluso podemos ver como la probabilidad de ingresar en el hospital tras estandarizar por variables de necesidad es menor para las mujeres que para los varones.

En un estudio realizado por la Universidad de Copenhague, con datos de casi siete millones de mujeres y hombres, se han publicado evidencias de que en 700 enfermedades existe un mayor retraso de diagnóstico en las mujeres con respecto a los hombres.

En la atención a la salud de las mujeres se mezclan los estereotipos con la falta de ciencia. La ciencia médica es androcéntrica, ha estudiado fundamentalmente lo que les pasa a los hombres, de tal manera que lo que pasa a las mujeres parece que es menos importante y, si se sale mucho de la norma masculina, es directamente ignorado, hechos fácilmente demostrables en todo lo relacionado con la menstruación, el parto, el postparto y la menopausia, y sin tener en cuenta que hay efectos tóxicos diferentes entre mujeres y hombres. Por ejemplo, el cuerpo de las mujeres es el primer “bioacumulador químico” ambiental, acumulando una mayor cantidad de tóxicos (pesticidas, disolventes, derivados de los plásticos, hidrocarburos de coches…) debido a la mayor composición de grasa de nuestro cuerpo (fisiológicamente preparado para el embarazo y la lactancia); aspecto de gran importancia en enfermedades causadas por productos químicos, como la fatiga crónica, la fibromialgia o la sensibilidad química múltiple, más prevalentes en mujeres y difícilmente diagnosticadas.

Sobremedicalización

A este insuficiente esfuerzo científico, diagnóstico y terapéutico hay que sumarle, en demasiadas ocasiones, una sobremedicalización en la atención médica a las mujeres, que tiene su mayor exponente en la salud mental. En el caso de la asistencia a mujeres es más probable que las quejas o los síntomas sean considerados psicosomáticos y se medicalice con ansiolíticos y antidepresivos en primera consulta, obviando la dimensión social, económica y política de la salud. Podríamos decir que estamos medicalizando el “justo malestar emocional femenino”, porque no se trata de que las mujeres tengamos una tendencia innata a la depresión o a la ansiedad, sino que vivir en una sociedad androcéntrica y patriarcal es un factor depresógeno que tiene un importante impacto en nuestra salud.

Podemos concluir diciendo que no se debe pensar la salud sin el género, y que, aunque parezca paradójico, para hacer efectivo el derecho a la salud de manera equitativa, la salud de las mujeres y la de los hombres no debe ser tratada de igual manera, sino que se deben tener en cuenta dos tipos de factores: las diferencias biológicas y las desigualdades sociales.

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Carmen Mancheño Potenciano

Coordinadora de Salud Laboral en la Secretaría de Salud Laboral y Sostenibilidad Medio Ambiental de CCOO