Carolina Martínez Moreno. Catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de Oviedo

“Debería reforzarse la transparencia y la posibilidad de control y escrutinio de la gestión y el gobierno de la Universidad”

LA BRECHA SALARIAL, Y TODAS LAS OTRAS, IMPACTAN EN MUCHOS ESPACIOS, Y TAMBIÉN EN LA UNIVERSIDAD. Y no solo lo hacen en el ámbito de los gobiernos de las instituciones, sino también en la promoción, la carrera profesional y hasta en el propio alumnado. De ahí que es fundamental dar pasos desde la sociedad y las leyes para implementar los cambios necesarios, con el fin de alcanzar una igualdad real que favorezca la elección de la trayectoria académica sin sesgos, y para que las oportunidades de promoción y desarrollo no estén teñidas de las costumbres que perpetúan las diferencias entre mujeres y hombres.

CAROLINA MARTÍNEZ MORENO (Madrid, 1962) es doctora en Derecho desde 1993 y catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Universidad de Oviedo desde 2008. Ha impartido docencia también en las universidades Carlos III y Rey Juan Carlos (ambas en Madrid). Además, ha sido presidenta de la Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos y letrada en el Gabinete Técnico del Tribunal Supremo. Ha participado en 15 proyectos de investigación, y realizado 4 estancias de investigación en centros extranjeros (en Alemania, Colombia y Argentina), ha publicado 7 libros (2 de ellos en coautoría) y ha escrito 62 capítulos de libros y 77 artículos en revistas de impacto, además de otras 14 publicaciones. Sus principales líneas de investigación son la negociación colectiva, las relaciones laborales y los temas de igualdad.

 

¿La brecha de desigualdad está marcada solo por una cuestión salarial o es un problema más arraigado y mucho más amplio de lo que popularmente se cree? ¿Cuántas brechas hay?

Las brechas, de género o por cualquier otra circunstancia o condición, no son sino las diferencias existentes entre las personas de los colectivos comparados (mujeres y hombres, nacionales y extranjeros, mayores y jóvenes, personas con diferentes capacidades…), y pueden referirse a salarios o ganancias, pero también a otros muchos indicadores, como educación, salud y condiciones sanitarias, posibilidad de disfrute de otros servicios, renta o acceso a financiación, participación política, disponibilidad de acceso a tecnologías o medios digitales (brecha digital), y así sucesivamente. Por tanto, podríamos hablar
de innumerables tipos de brechas.

Pero también hay marcados sesgos de género a la hora de escoger trayectorias o de optar por determinadas carreras. ¿Qué seguimos haciendo mal como sociedad para que se mantengan esos sesgos?

Francamente, si lo supiera explicar del todo y tuviera las claves para remediarlo, tendría un premio Nobel. Lo cierto es que niñas y niños, partiendo de unas capacidades y estímulos similares, enseguida empiezan a manifestar inclinaciones y preferencias dispares. Seguramente hay algo en el sistema educativo y en el contexto familiar y social que lo propicia. Lo cierto es que todos los estudios sobre la composición por sexo del alumnado de las distintas titulaciones en nuestras universidades siguen arrojando el resultado de un reparto desequilibrado y la perpetuación de grados o estudios con mayor presencia femenina, y al revés. Es un tópico, pero una realidad, que en las STEM, en los estudios de ciencias, ingeniería, matemáticas o tecnología, hay muchas menos mujeres que hombres; mientras que en la rama sanitaria, en la educación o en las ciencias sociales y jurídicas, ellas son mayoría.

Decía en una entrevista que los países que mejor lo hacen son aquellos que toman medidas legislativas y que en España hay un marco normativo prodigioso, pero que el problema es que no se cumple. ¿Qué salida nos queda?

Algunos estudios de especialistas en el análisis del mercado de trabajo o de la economía, efectivamente, señalan como buena línea de actuación política la de la adopción de normas y leyes de igualdad. Y ponen como ejemplo o paradigma de ello a España, sobre todo a raíz de la aprobación de la Ley Orgánica 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Y, salvo alguna interrupción en esa orientación política y legislativa, esta no se ha detenido. En esta última legislatura se ha profundizado, diría que con profusión, en la adopción de normas y políticas en materia de igualdad. Sin embargo, hay problemas y déficits que no se solventan a golpe de BOE. Hace falta un cambio profundo de cultura, más concienciación y educación, y bien orientadas, un control de cumplimiento y refuerzo del personal de la Inspección de Trabajo y de su formación especializada. Lo mismo diría del resto de los poderes del Estado, en particular, de la judicatura. Y, en fin, la contribución de todo el cuerpo social, de la ciudadanía en general. Podemos contribuir en alguna medida a mejorar y progresar en el logro de la igualdad real y efectiva entre todas las personas.

¿Son los planes de igualdad la solución a estos problemas? Ahora mismo todas las empresas con más de 50 personas trabajadoras deben contar con uno. ¿Sabemos cuál es su implementación en el ámbito de las universidades?

El problema de los planes de igualdad es doble o múltiple: en primer lugar, que debido al tejido empresarial y productivo español, la mayor parte de las empresas de nuestro país siguen quedando fuera de la obligación legal de adoptar el plan, puesto que alrededor del 90% son pymes, con menos de diez e incluso de seis trabajadores. El segundo problema es que, como hace poco se ha difundido en medios y redes, una buena parte de las empresas que sí tendrían el deber de negociar los planes de igualdad no lo hacen, y prefieren seguir pagando multas en caso de ser detectado el incumplimiento.

Por otro lado, disponer de un plan no es garantía de que se aplique efectivamente o esté bien diseñado y concebido para su efectividad, y dé los resultados esperados o proyectados. En fin, tampoco son una fórmula mágica. Los resultados se verían a medio o largo plazo. Por cierto, las administraciones no son precisamente ejemplares en este punto. Y las universidades han ido con bastante retraso y muchísimas dificultades de toda índole aprobando y aplicando –cuando lo hacen– sus planes de igualdad.

“En esta última legislatura se ha profundizado en la adopción de normas y políticas en materia de igualdad. Sin embargo, hay problemas y déficits que no se solventan a golpe de BOE

Por lo visto, entre las principales carencias están no solo la falta de evaluación y seguimiento de los planes de igualdad en las universidades, sino que la escasa participación de la comunidad universitaria y la falta de voluntad política para incorporar las estructuras de igualdad en la toma de decisiones. ¿Es así? ¿Inciden otros factores?

La burocracia universitaria se ha convertido, para todo, en un obstáculo en ocasiones casi insalvable, paralizante. Por otro lado, somos una organización sumamente compleja, con tres colectivos de personas bien diferenciadas (aunque siempre defendí que el alumnado debe quedar fuera del Plan de Igualdad, que no de las políticas universitarias proactivas con la igualdad), y situaciones muy dispares dentro de cada colectivo. Hacer un buen diagnóstico es una tarea titánica, y diseñar el plan con participación de todos los colectivos, autoridades competentes, y representantes de los distintos tipos de personal resulta mucho más difícil que en una empresa. Y todo ello contando con que haya voluntad, convicción y motivación en el correspondiente equipo de gobierno de la Universidad. La aplicación es, si cabe, más difícil, dada la cantidad de ámbitos de decisión que existen en los centros, departamentos y servicios universitarios. Es casi una misión imposible.

¿Cuál es el principal desafío que tienen las organizaciones sindicales ante esta problemática? ¿Cómo podría mejorar su incidencia social, política y, sobre todo, práctica para mejorar esta situación en la etapa educativa y en el ámbito laboral?

Mi experiencia personal y directa de colaboración con algunas organizaciones me dice que, en general, existe un convencimiento de la necesidad de actuar y un compromiso activo con la igualdad. El problema es múltiple y difícil de resolver: por un lado, que todas las personas responsables compartan en la misma medida ese compromiso y converjan en la estrategia y la actuación que ha de llevarse a cabo para afrontar ese reto. Creo que los sindicatos, sobre todo los más representativos, están hoy muy presentes en la esfera política, y también en el mundo empresarial. Pero me parece que tienen menor incidencia en el plano del diseño de las políticas educativas, y desde luego tienen serias dificultades para llegar a la pequeña empresa, que es mayoritaria. Y, por desgracia, una imagen muy necesitada de mejorar en la sociedad en general. Tal vez habría que cuidar la comunicación y la imagen para la ciudadanía de a pie.

En una entrevista hablaba sobre la mayor proporción de mujeres en el sector público por una razón sencilla: los principios de igualdad, mérito, capacidad y concurrencia, pero que también inciden en ello la segregación laboral y la conciliación, entre otros factores. Independientemente de lo positivo o negativo que podamos considerar esta guetificación laboral, es una posible salida para conseguir mejores condiciones mientras no se tomen las medidas adecuadas. Pero ¿es posible trasladar esto a la empresa privada?

La negociación colectiva debería haber cumplido un papel central en el establecimiento de cauces para erradicar prácticas inveteradas que perpetúan las discriminaciones. Pongo un par de ejemplos: la igualdad en el acceso al empleo y la promoción hubiera mejorado y podría mejorar exponencialmente si se introdujeran procesos reglados de selección, contratación y promoción, en lugar de dejarlo en manos de la discrecionalidad y el poder de dirección empresarial, la libre designación o la cooptación. En segundo lugar, la articulación de los derechos de conciliación –como la adaptación de la jornada y los tipos de prestación de trabajo, con fines de conciliación (art.34.8 ET)– lleva décadas encomendada a la negociación colectiva, y apenas se ha hecho nada por articular esos derechos adecuadamente. Y, por último, los convenios pueden establecer medidas de acción positiva allí donde sean precisas para erradicar las desigualdades en todos los aspectos de la relación de trabajo, en el acceso al empleo, en la promoción, en las condiciones y, de nuevo, los derechos de conciliación.

Es excepcional el convenio en el que se puede detectar la presencia de medidas de acción positiva. Es verdad que negociar un convenio colectivo es una labor muy compleja y delicada, y que no siempre la fuerza negociadora de los agentes sociales es la misma, que puede haber otras materias “prioritarias” como el salario, la jornada o la prevención, pero es incomprensible e inaceptable que haya tan poco interés o esfuerzo en relación con estos temas.

“Las universidades han ido con bastante retraso y muchísimas dificultades de toda índole aprobando y aplicando –cuando lo hacen– sus planes de igualdad

En la brecha, ¿hay una cuestión sociocultural arraigada que determina de alguna manera no solo la percepción externa (de otras personas) respecto al valor y al trabajo de las mujeres (en su dimensión salarial, de responsabilidad, de compromiso y dedicación, etc.), sino también la propia percepción de ellas a la hora de exigir o negociar las condiciones de su contrato, de su jornada y de su sueldo?

Al principio hacía referencia a los tipos de brechas y a una noción o manifestación de ellas que son la brecha de confianza y también la de ambición. Se ha reflejado en algún estudio, a través de encuestas, que las mujeres, supuestamente, tenemos menos habilidades de negociación y menos confianza en nuestras capacidades y posibilidades de lograr lo que nos propongamos. Tal vez eso explique por qué algunas chicas renuncian a cursar carreras tecnológicas o en especialidades donde el empleo está muy masculinizado, y la idea que se extiende es que una mujer va a tener serias dificultades en competir para lograr un empleo, mantenerlo y progresar. Y esto es así en muchos otros ámbitos, como el del acceso a cargos o puestos de responsabilidad. Tendemos a pensar que, al contrario que un hombre, no lograremos los apoyos, la confianza o el respaldo necesarios. Y renunciamos… Hace unos meses, en un encuentro entre directivos en el País Vasco (donde, por cierto, había muchas directivas), escuchaba a un responsable de recursos humanos contar cómo las reclamaciones en las empresas a las que representaba para poder ejercer el derecho a la adaptación de la jornada las estaban haciendo, en mayor medida, hombres. Las mujeres, una vez solicitada, si se les deniega, se conforman y se aguantan. Los hombres, en tanto, insisten, reclaman y litigan. De nuevo es un problema cultural, de educación y de respuesta social.

Decía usted que en los sectores feminizados aumentan los salarios en el momento en que empieza a aumentar la proporción de hombres que se dedican a ello. Queda muy claro y no necesita mayor explicación el motivo, pero ¿cómo seguimos permitiendo, política y socialmente, que eso ocurra?

Es difícil de explicar, comprender y corregir. El trabajo realizado por hombres, históricamente, ha sido mejor y más valorado que el de las mujeres. Esto se ve en todos los sectores y niveles. En la limpieza, en los servicios, en la industria (las maestras conserveras de la industria gallega cobran menos que los ordenanzas o mozos de almacén, aunque según creo, esto ya ha sido corregido en parte, precisamente, por la lucha de CCOO en la negociación corregida de las tablas salariales del convenio)… Pero también ocurre entre las personas que ejercen la alta dirección de las compañías. No digamos si nos vamos al ámbito del deporte profesional. ¿Esto lo explican solo las leyes del mercado? Está claro que hay un sesgo y un prejuicio evidente en la valoración de los trabajos. El problema es que poner de relieve esta realidad, convencer de que responde a una apreciación prejuiciosa de los trabajos y que constituye una situación discriminatoria intolerable, y disponer de las herramientas para corregirlo, es complicadísimo. Hace falta mucho estudio y análisis, capacidad de persuasión y medios para divulgar, difundir y convencer; y luego, una labor intensa de la Inspección de Trabajo, la Administración laboral y la jurisdicción. Tardaremos lustros o décadas en lograr estos objetivos.

Pasando a las políticas internas de las universidades, ¿qué medidas podemos tomar, a nivel práctico, administrativo y legal, para cerrar esa brecha?

Cumplir la legalidad. Así de fácil (o de difícil). Y eso implica no solo trasladar a la ingente e intrincada normativa universitaria el cumplimiento en materia de igualdad, sino establecer los mecanismos necesarios para desarrollar estas políticas, adoptar los planes de igualdad, aplicar las normas, corregir los incumplimientos, desviaciones o la simple y llana inacción; y, en su caso, perseguir y sancionar efectivamente las vulneraciones. Y, tal vez, considerar que la actuación de los gobiernos y autoridades académicas debe dotarse de una continuidad que no tiene, porque cada equipo de gobierno considera que debe marcar y dejar su impronta. Nunca se avanza, o muy poco.

“La negociación colectiva debería haber cumplido un papel central en el establecimiento de cauces para erradicar prácticas inveteradas que perpetúan las discriminaciones”

¿Cuáles son los principales problemas de la Universidad española hoy: estabilidad presupuestaria, financiación, personal, promoción, carrera profesional, gobernanza… o la suma de todos ellos y otros más?

La suma de todos ellos y otros más. Una enorme inestabilidad normativa y una hipertrofia regulatoria y burocrática, lo cual desincentiva a la gente joven a quedarse a hacer carrera universitaria, y desmotiva y desgasta hasta la extenuación a quienes ya estamos en este apasionante pero difícil camino que es la carrera universitaria.

¿Cree que la LOSU es una respuesta suficiente ante las necesidades que tiene la Universidad para la próxima década?

Sinceramente, no he estudiado ni analizado a fondo este nuevo marco de ordenación. Pero, por lo que he podido percibir de lo que otros colegas, las organizaciones sindicales y los distintos foros e instancias que se han ocupado de examinarla, parece que tampoco va a ser la solución. Este es un problema endémico y eterno, el de dar con el quid de la legislación en materia educativa y también de la educación superior. Como ocurre en otras muchas leyes, es posible que tenga aspectos positivos, de eso no cabe duda. Pero que tendrá carencias y disfunciones o dificultades aplicativas y de ejecución y cumplimiento, eso es seguro. Por otra parte, y tal vez voy a decir algo que no es políticamente correcto, la autonomía universitaria tiene la grandeza de que nos permite diseñar nuestro marco operativo y disponer de una identidad, pero también la miseria de que cada Universidad sea un mundo estanco y en cada sitio se hagan las cosas de diferente manera. Eso frustra la idea de consecución de un objetivo común y de unos estándares compartidos y comparables.

La temporalidad actual del PDI rondaría el 40% y la LOSU pretende reducirlo al 8% a partir del curso 2025-2026. ¿Cuántos cursos habrá que esperar para que se haga realidad?

No tengo ni idea de cómo se puede pasar de un 40% de temporalidad a un 8% en dos, tres, quince o veinte años. Teniendo en cuenta cómo está diseñada la carrera universitaria, el sistema de acreditación, el tránsito interminable de figuras precarias a contractuales igual de precarias, o casi, y cuando la media de edad para lograr acceder a un puesto funcionarial está en cuarenta y pico años… no me parece un objetivo realista.

Con la LOSU cambian también los porcentajes o el peso representativo en los órganos de gobierno de la Universidad: se fortalece el rectorado, el alumnado aumenta su presencia, etc. ¿Es una medida que puede impactar positivamente en el funcionamiento interno o es un espejismo que poco efecto tendrá en la práctica?

Con el mayor respeto al alumnado, que es en verdad quien justifica nuestra existencia y debe inspirar y guiar nuestra labor –también por lo que llevo visto y estoy viendo–, no sé si tiene mucho sentido que el protagonismo o el peso de los designios de una institución como la nuestra deba recaer o reposar significativamente en unas personas que, por muy importantes que sean, están llamadas a pasar solo unos pocos años en la Universidad, y cuyos intereses deben ser de manera preminente su formación, su rendimiento y su éxito académico. Me parece imprescindible que tengan voz y participación, pero en su justa medida y proporción.

Fortalecer al rectorado me da más miedo aún. El rector no debe ser concebido como un autócrata, si es eso lo que se pretende, sino que es un mero gestor de una institución pública con unos fines y unos valores que deben, por encima de todo, respetar la participación democrática de todo el cuerpo universitario y defender los intereses de todos con neutralidad, modestia y espíritu de servicio. No sé cuál es el mejor sistema de elección. Pero me asusta y me parece rechazable cualquier modelo que tienda a un mayor poder concentrado. Y debería, en todo caso, reforzarse la transparencia y la posibilidad de control y escrutinio de la gestión y el gobierno de la Universidad.

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